Iba tocando mi flauta a lo largo de la orilla; y la orilla era un reguero de amarillas margaritas.
El campo cristaleaba tras el temblor de la brisa; para escucharme mejor el agua se detenía.
Notas van y notas vienen, la tarde fragante y lírica iba, a compás de mi música, dorando sus fantasías, y a mi alrededor volaba, en el agua y en la brisa, un enjambre doble de mariposas amarillas.
La ladera era de miel, de oro encendido la viña, de oro vago el raso leve del jaral de flores níveas; allá donde el claro arroyo da en el río, se entreabría un ocaso de esplendores sobre el agua vespertina...
Mi flauta con sol lloraba a lo largo de la orilla; atrás quedaba un reguero de amarillas margaritas...
Hombres en flor -corbatas variadas, primores de domingo-: mi alma ¿qué es ante vuestro traje? Jueces de paz, peritos agrícolas, doctores, perdonad a este humilde ruiseñor del paisaje.
Nadie más. Abierto todo. Pero ya nadie faltaba. No eran mujeres, ni niños, no eran hombres, eran lágrimas — ¿quién se podía llevar la inmensidad de sus lágrimas?—
Si yo, por ti, he creado un mundo para ti, dios, tú tenías seguro que venir a él, y tú has venido a él, a mí seguro, porque mi mundo todo era mi esperanza.