Nacemos de la sed. Somos palmeras que van creciendo a fuerza de perder sus ramas. Y sus troncos son heridas, cicatrices que el viento y la luz cierran, cuando el tiempo, el que hace y el que pasa, ocupa el corazón y lo hace nido de pérdidas, erige en él su templo, su áspera columna.
Por eso las palmeras son alegres como los que han sabido sufrir en soledad y se mecen al aire, barren nubes y entregan en sus copas salomas a la luz, fuentes de fuego, abanicos a dios, adiós a todo. Tiemblan como testigos de un milagro que sólo ellas conocen.
Somos como la sed de las palmera, y cada herida abierta hacia la luz nos va haciendo más altos, más alegres. Nuestros troncos son pérdidas. Es trono nuestro dolor. Es malo sufrir pero es preciso haber sufrido para sentir, como un nido en la sangre, el asombro de los supervivientes al aire agradecidos y estallar de alta alegría en medio del desierto.
Aquí es donde estoy yo. Esté donde esté yo siempre estoy aquí donde me ves. esta casa, estas caras, estas cosas cansan, porque aquí cansa aquí hace sed de irse, sed de allí pero allí es el lugar donde jamás podré estar,
Yo soy aquél que no se fue de casa, que se quedó a morir, a marchitarse en el hogar materno, en el regazo de su miedo a vivir, y nunca supo a qué sabe la vida estando lejos.
Nacemos de la sed. Somos palmeras que van creciendo a fuerza de perder sus ramas. Y sus troncos son heridas, cicatrices que el viento y la luz cierran, cuando el tiempo, el que hace y el que pasa, ocupa el corazón y lo hace nido de pérdidas, erige