La araña, de Julio Florez | Poema

    Poema en español
    La araña

    Entre las hojas de laurel, marchitas, 
    de la corona vieja, 
    que en lo alto de mi lecho suspendida, 
    un triunfo no alcanzado me recuerda, 
    una araña ha formado 
    su lóbrega vivienda 
    con hilos tembladores 
    más blancos que la seda, 
    donde aguarda a las moscas 
    haciendo centinela 
    a las moscas incautas 
    que allí prisión encuentran, 
    y que la araña chupa 
    con ansiedad suprema. 

    He querido matarla: 
    Mas... ¡imposible! Al verla 
    con sus patas peludas 
    y su cabeza negra, 
    la compasión invade 
    mi corazón, y aquella 
    criatura vil, entonces, 
    como si comprendiera 
    mi pensamiento, avanza 
    sin temor, se me acerca 
    como queriendo darme 
    las gracias, y se aleja 
    después, a su escondite 
    desde el cual me contempla. 

    Bien sabe que la odio 
    por lo horrible y perversa; 
    y que me alegraría 
    si la encontrara muerta; 
    mas ya de mí no huye, 
    ni ante mis ojos tiembla; 
    un leal enemigo 
    quizás me juzga, y piensa 
    al ver que la ventaja 
    es mía, por la fuerza, 
    ¡que no extinguiré nunca 
    su mísera existencia! 
    En los días amargos 
    en que gimo, y las quejas 
    de mis labios se escapan 
    en forma de blasfemias, 
    alzo los tristes ojos 
    a mi corona Vieja, 
    y encuentro allí la araña, 
    la misma araña fea 
    con sus patas peludas 
    Y su cabeza negra, 
    ¡como oyendo las frases 
    que en mi boca aletean! 

    En las noches sombrías 
    cuando todas mis penas 
    como negros vampiros 
    sobre mi lecho vuelan, 
    cuando el insomnio pinta 
    las moradas ojeras, 
    y las rojizas manchas 
    en mi faz macilenta, 
    me parece que baja 
    la araña de su celda, 
    y camina y camina... 
    y camina sin tregua 
    por mi semblante mustio 
    hasta que el alba llega. 
    ¿Es compasiva? ¿Es mala? 
    ¿Indiferente? Vela 
    mi sueño, y, cuando escribo, 
    silenciosa me observa. 
    ¿Me compadece acaso? 
    ¿De mi dolor se alegra? 
    ¡Dime quién eres, monstruo! 
    ¿En tu cuerpo se alberga 
    un espíritu? Dime: 
    ¿Es el alma de aquella 
    mujer que me persigue, 
    todavía, aunque muerta? 
    ¿La que mató mi dicha 
    y me inundó en tristeza? 

    Dime: ¿Acaso dejaste 
    la vibradora selva, 
    donde enredar solías, 
    tus plateadas hebras, 
    en las obscuras ramas 
    de las frondosas ceibas, 
    por venir a mi alcoba, 
    en el misterio envuelta, 
    como una envidia muda, 
    como una viva mueca? 
    ¡Te hablo y tú nada dices, 
    te hablo y no me contestas! 
    ¡Aparta, monstruo, huye 
    otra vez, a tu celda! 

    Quizás mañana mismo, 
    cuando en mi lecho muera, 
    cuando la ardiente sangre 
    se cuaje entre mis venas 
    y mis ojos se enturbien, 
    tú, alimaña siniestra, 
    bajarás silenciosa 
    y en mi obscura melena 
    formarás otro asilo, 
    formarás otra tela, 
    sólo por perseguirme 
    ¡hasta en la misma huesa! 

    ¡Qué importa!... nos odiamos, 
    pero escucha: no temas, 
    no temas por tu vida, 
    ¡es toda tuya, entera! 
    ¡Jamás romperé el hilo 
    de tu muda existencia! 
    Sigue viviendo, sigue, 
    pero... ¡oculta en tu cueva! 
    ¡No salgas! ¡No me mires! 
    No escuches más mis quejas, 
    ni me muestres tus patas, 
    ¡ni tu cabeza negra!... 
    Sigue viviendo sigue, 
    inmunda compañera, 
    entre las hojas de laurel marchitas 
    de la corona vieja, 
    que en lo alto de mi lecho suspendida 
    ¡un triunfo, no alcanzado, me recuerda!