He venido para ver semblantes amables como viejas escobas, he venido para ver las sombras que desde lejos me sonríen.
He venido para ver los muros en el suelo o en pie indistintamente, he venido para ver las cosas, las cosas soñolientas por aquí.
He venido para ver los mares dormidos en cestillo italiano, he venido para ver las puertas, el trabajo, los tejados, las virtudes de color amarillo ya caduco.
He venido para ver la muerte y su graciosa red de cazar mariposas, he venido para esperarte con los brazos un tanto en el aire, he venido no sé por qué; un día abrí los ojos: he venido.
Por ello quiero saludar sin insistencia a tantas cosas más que amables: los amigos de color celeste, los días de color variable, la libertad del color de mis ojos;
los niñitos de seda tan clara, los entierros aburridos como piedras, la seguridad, ese insecto que anida en los volantes de la luz.
Adiós, dulces amantes invisibles, siento no haber dormido en vuestros brazos. Vine por esos besos solamente; guardad los labios por si vuelvo.
Acaso allí estará, cuatro costados bañados en los mares, al centro la meseta ardiente y andrajosa. Es ella, la madrastra original de tantos, como tú, dolidos de ella y por ella dolientes.
Desde niño, tan lejos como vaya mi recuerdo, he buscado siempre lo que no cambia, he deseado la eternidad. Todo contribuía alrededor mío, durante mis primeros años, a mantener en mí la ilusión y la creencia en lo permanente: la casa familiar inmutable, los accidentes idénticos de mi vida.
¿Recuerdas tú, recuerdas aun la escena a que día tras día asististe paciente en la niñez, remota como sueño de alba? El silencio pesado, las cortinas caídas, el círculo de luz sobre el mantel, solemne como paño de altar, y alrededor sentado
Qué ruido tan triste el que hacen dos cuerpos cuando se aman, parece como el viento que se mece en otoño sobre adolescentes mutilados, mientras las manos llueven, manos ligeras, manos egoístas, manos obscenas, cataratas de manos que fueron un día