Ahora sé que estas calles nos han hecho solitarios y nuestro corazón tiene el pulso amarillo de las maderas lentas de un tranvía.
Sobre su cuerpo viejo andábamos despacio, de forma irregular, con una simetría parecida a los árboles.
Era hermoso acudir cada mañana y respetar la cita con la hiedra del muro, los ropajes cansados de las casas estrechas y de las calles sucias. Agradable cruzar sobre algún puente, detenerse lo exacto para ver cómo el agua discute en las orillas.
En su jardín olimos los primeros inviernos, su curso indefinido por entre las palmeras. Casi nadie pasaba, sólo había cuarenta sillas rojas de los bares cerrados y alguna soledad definitiva.
Durante muchos años, durante tantos días que pasaron el uno tras el otro, el deber era un cierto paseo solitario, la cita con un rumbo que sólo desviamos para pisar las horas que caían, los sueños que faltaban, la superficie helada de los charcos, para saltar los setos o besamos las uñas moradas por el frío. Y llegando a la puerta solíamos comprar pequeños caramelos de nata o de violetas.
Entrábamos por fin para mezclamos como cada mañana de la vida con el paso cansado, los azulejos fríos de un mundo hecho en latín y números romanos.
Ahora sé que en aquella ciudad deshabitada la gente andaba triste, con una soledad definitiva llena de abrigos largos y paraguas.
Esta ciudad me mira con tus ojos, parpadea, porque ahora después de tanto tiempo veo otra vez el piano que sale de la casa y me llega de forma diferente,
Aquel temblor del muslo y el diminuto encaje rozado por la yema de los dedos, son el mejor recuerdo de unos días conocidos sin prisa, sin hacerse notar, igual que amigos tímidos.
Nunca he tenido dioses y tampoco sentí la despiadada voluntad de los héroes. Durante mucho tiempo estuvo libre la silla de mi juez y no esperé juicio en el que rendir cuentas de mis días.