Nunca he tenido dioses y tampoco sentí la despiadada voluntad de los héroes. Durante mucho tiempo estuvo libre la silla de mi juez y no esperé juicio en el que rendir cuentas de mis días.
Decidido a vivir, busqué la sombra capaz de recogerme en los veranos y la hoguera dispuesta a llevarse el invierno por delante. Pasé noches de guardia y de silencio, no tuve prisa, dejé cruzar la rueda de los años. Estaba convencido de que existir no tiene trascendencia, porque la luz es siempre fugitiva sobre la oscuridad, un resplandor en medio del vacío.
Y de pronto en el bosque se encendieron los árboles de las miradas insistentes, el mar tuvo labios de arena igual que las palabras dichas en un rincón, el viento abrió sus manos y los hoteles sus habitaciones. Parecía la tierra más desnuda, porque la noche fue, como el vacío, un resplandor oscuro en medio de la luz.
Entonces comprendí que la inmortalidad puede cobrarse por adelantado. Una inmortalidad que no reside en plazas con estatua, en nubes religiosas o en la plastificada vanidad literaria, llena de halagos homicidas y murmullos de cóctel. Es otra mi razón. Que no me lea quien no haya visto nunca conmoverse la tierra en medio de un abrazo.
La copa de cristal que pusiste al revés sobre la mesa, guarda un tiempo de oro detenido. Me basta con la vida para justificarme. Y cuando me convoquen a declarar mis actos, aunque sólo me escuche una silla vacía, será firme mi voz.
No por lo que la muerte me prometa, sino por todo aquello que no podrá quitarme.
Esta ciudad me mira con tus ojos, parpadea, porque ahora después de tanto tiempo veo otra vez el piano que sale de la casa y me llega de forma diferente,
Aquel temblor del muslo y el diminuto encaje rozado por la yema de los dedos, son el mejor recuerdo de unos días conocidos sin prisa, sin hacerse notar, igual que amigos tímidos.
Nunca he tenido dioses y tampoco sentí la despiadada voluntad de los héroes. Durante mucho tiempo estuvo libre la silla de mi juez y no esperé juicio en el que rendir cuentas de mis días.