Ella me besa, marca la sonrisa y viaja por los labios al pasado con el adorno de sus sentimientos, lujosa y encendida como un árbol de navidad, paloma de amistades difíciles que abriga con recuerdos lo que duele por demasiado frío en el presente.
Ayer te vimos por televisión, no vas a cambiar nunca.
Él mide las palabras y me tiende la mano: hubiese preferido no encontrarme. Seguro como un pino del norte en su montaña, vigila los recodos, las umbrías, y sólo se interesa por el rumbo que la vida nos marca. Yo no pienso en traiciones, en el sucio prestigio de sus manos. Únicamente veo estos ojos de halcón y me pregunto: ¿qué pensarán de mí?
Calle arriba, después, al despedirnos, mi cuerpo reflejado se detiene en los escaparates, y con necesidad de asegurarse, por encima de objetos de regalo, abrigos, maletines de piel, televisores, levanta el dedo y con temor me dice: no vas a cambiar nunca, no vas a cambiar nunca.
Esta ciudad me mira con tus ojos, parpadea, porque ahora después de tanto tiempo veo otra vez el piano que sale de la casa y me llega de forma diferente,
Aquel temblor del muslo y el diminuto encaje rozado por la yema de los dedos, son el mejor recuerdo de unos días conocidos sin prisa, sin hacerse notar, igual que amigos tímidos.
Nunca he tenido dioses y tampoco sentí la despiadada voluntad de los héroes. Durante mucho tiempo estuvo libre la silla de mi juez y no esperé juicio en el que rendir cuentas de mis días.