Nadaba yo en el mar y era muy tarde, justo en ese momento en que las luces flotan como brasas de una hoguera rendida y en el agua se queman las preguntas, los silencios extraños.
Había decidido nadar hasta la boya roja, la que se esconde como el sol al otro lado de las barcas.
Muy lejos de la orilla, solitario y perdido en el crepúsculo, me adentraba en el mar sintiendo la inquietud que me conmueve al adentrarme en un poema o en una noche larga de amor desconocido.
Y de pronto la vi sobre las aguas.
Una mujer mayor, de cansada belleza y el pelo blanco recogido, se me acercó nadando con brazadas serenas. Parecía venir del horizonte.
Al cruzarse conmigo, se detuvo un momento y me miró a los ojos: no he venido a buscarte, no eres tú todavía.
Me despertó el tumulto del mercado y el ruido de una moto que cruzaba la calle con desesperación. Era media mañana, el cielo estaba limpio y parecía una bandera viva en el mástil de agosto. Bajé a desayunar a la terraza del paseo marítimo y contemplé el bullicio de la gente, el mar como una balsa, los cuerpos bajo el sol. En el periódico el nombre del ahogado no era el mío.
Esta ciudad me mira con tus ojos, parpadea, porque ahora después de tanto tiempo veo otra vez el piano que sale de la casa y me llega de forma diferente,
Aquel temblor del muslo y el diminuto encaje rozado por la yema de los dedos, son el mejor recuerdo de unos días conocidos sin prisa, sin hacerse notar, igual que amigos tímidos.
Nunca he tenido dioses y tampoco sentí la despiadada voluntad de los héroes. Durante mucho tiempo estuvo libre la silla de mi juez y no esperé juicio en el que rendir cuentas de mis días.