Dijo de los enterradores cosas francamente impublicables. Blasfemaba como un condenado y a sus pies un par de águilas lloraban pensando en las derrotas. En el entierro estaba Lautréamont, yo lo VI desde mi puesto en la cola: dejaba el sombrero al borde de la tumba y cantaba algo triste y oscuro (lloraba honradamente, ya lo creo, y los caballos devoraban higos en silencio). Hubo discursos, sonrisitas de Rimbaud junto a la cruz, paraguas abiertos a la lluvia como a él le hubiera gustado. Hubo más: hubo viernes y canciones funerarias, palomas que volaban sin sentido, como niños, versos oscuros, la hermosa voz de Aragón, suicidios deportivos de Georgette y nunca más y hasta siempre. A la hora más triste del asunto no quería bajar porque decía que allí estaba oscuro. Pero estaba muerto y hubo que bajarlo. Los sombreros abandonaron las cabezas, se alzaron copas, adioses, letreros de nunca te olvidamos. (Un joven poeta a mi derecha le mesaba las rodillas a la muerte). Lo bajaron. Se aplaudió en forma delirante; la gente corría como loca asumiendo lo grave del momento. Lo bajaban. Las mujeres lloraban en silencio porque bajaban las águilas, los sueños, países enteros a la tierra. Se intentó una última sentencia: Nerval se acercó con una tiza y escribió con letra temblorosa: Su cadáver estaba lleno de mundo. Desde el fondo, Vallejo sonreía sin descanso pensando en el futuro, mientras una piedra inmensa le tapaba el corazón y los papeles.
Dijo de los enterradores cosas francamente impublicables. Blasfemaba como un condenado y a sus pies un par de águilas lloraban pensando en las derrotas. En el entierro estaba Lautréamont, yo lo VI desde mi puesto en la cola:
Otra boca besa la boca que mi boca ya no besa otras manos tocan las manos que mis manos ya no tocan otros ojos se miran en los ojos que ya no ven mis ojos
boca que te fuiste manos que se fueron ojos que se fueron