La mujer sevillana, de Manuel Machado | Poema

    Poema en español
    La mujer sevillana

    CARMEN 



    Cuando al caer la tarde, como un suspiro, orea 
    los rumorosos patios del barrio de Triana, 
    y el cabello de Carmen, que de negro azulea, 
    y sus ojos, en donde amor florece y grana... 

    Envuelto en ese halo de gracia, que defiende 
    al hombre que es amado de una mujer hermosa, 
    pasa Antonio; y, en una larga mirada, enciende 
    el alma y las mejillas de Carmen, ruborosa. 

    Ella lo ve alejarse, sintiendo confundido 
    al latir de su pecho el paso conocido. 

    Y al rezar el Rosario, y al regar las macetas, 
    un nombre la perturba con delicias secretas... 

    Y sola ante el espejo —confesará mañana—, 
    prende en su negro pelo una rosa temprana. 

    II 

    ROSARIO 



    «Los hombres son los hombres». Y hay cosas en la vida... 
    Ante tales razones, Rosario, convencida, 
    inclina a la costura la gallarda cabeza, 
    donde luce una rosa que envidia su belleza. 

    Y a pensar en su hogar, limpio como un espejo, 
    que ella cuida y encanta sólo con el reflejo 
    de su gracia... Rosario lo que es el mundo ignora. 
    Cuando Juan viene, ríe. Si Juan se tarda, llora. 

    él, que la quiere mucho, aunque lo diga poco, 
    vuelve siempre a la sombra del amor verdadero. 
    Ella espera, y el nido amante y dulce cuida, 

    donde crece la planta de su cariño loco. 
    Y Juan no viene acaso aquella noche; pero... 
    «Los hombres son los hombres». Y hay cosas en la vida... 



    III 

    ANA 



    ¿Conocéis la leyenda que atribuye a Santa Ana 
    la invención del puchero?... ¿Y aquella otra, llena 
    de aroma y gracia, de una hierba que es buena, 
    en competencia con otra que es mejor, Ana? 

    Y en la ruda corteza de los augustos robles 
    viendo gotas de lluvia resbalar como llanto, 
    ¿pensasteis en los rostros arrugados y nobles 
    de las abuelas, reinas-madres, que amaron tanto?... 

    Todo ello se evoca viendo a esta vieja santa, 
    a quien nimba una lumbre de hogar inextinguida, 
    bajo la gracia pura del sevillano cielo... 

    Y aun, con alegres cuentos, al nietecillo encanta; 
    y aun, heroica, conserva, al final de la vida, 
    la sonrisa en los labios y la rosa en el pelo.

    • Esta es mi cara y ésta es mi alma: leed. 
      Unos ojos de hastío y una boca de sed... 
      Lo demás, nada... Vida... Cosas... Lo que se sabe... 
      Calaveradas, amoríos... Nada grave, 
      Un poco de locura, un algo de poesía, 
      una gota del vino de la melancolía... 

    • El ciego sol se estrella 
      en las duras aristas de las armas, 
      llaga de luz los petos y espaldares 
      y flamea en las puntas de las lanzas. 
      El ciego sol, la sed y la fatiga. 
      Por la terrible estepa castellana, 
      al destierro, con doce de los suyos 

    • A Miguel de Unamuno 
       
      Yo soy como las gentes que a mi tierra vinieron 
      —soy de la raza mora, vieja amiga del Sol—, 
      que todo lo ganaron y todo lo perdieron. 
      Tengo el alma de nardo del árabe español. 

    • Llorando, llorando, 
      nochecita oscura, por aquel camino 
      la andaba buscando. 

      Conmigo no vengas... 
      Que la suerte mía por malitos pasos, 
      gitana me lleva. 

      ¡Mare del Rosario, 
      cómo yo guardaba el pelito suyo 
      en un relicario! 

    • En tu boca roja y fresca 
      beso, y mi sed no se apaga, 
      que en cada beso quisiera 
      beber entera tu alma. 

      Me he enamorado de ti 
      y es enfermedad tan mala, 
      que ni la muerte la cura, 
      ¡bien lo saben los que aman! 

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