El ciego sol se estrella en las duras aristas de las armas, llaga de luz los petos y espaldares y flamea en las puntas de las lanzas. El ciego sol, la sed y la fatiga. Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo. Nadie responde… Al pomo de la espada y al cuento de las picas el postigo va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa! A los terribles golpes de eco ronco, una voz pura, de plata y de cristal, responde… Hay una niña muy débil y muy blanca en el umbral. Es toda ojos azules, y en los ojos, lágrimas. Oro pálido nimba su carita curiosa y asustada.
Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte, arruinará la casa y sembrará de sal el pobre campo que mi padre trabaja… Idos. El cielo os colme de venturas… ¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!
Calla la niña y llora sin gemido… Un sollozo infantil cruza la escuadra de feroces guerreros, y una voz inflexible grita: ¡En marcha! El ciego sol, la sed y la fatiga… Por la terrible estepa castellana, al destierro, con doce de los suyos -polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
No es cinismo. Es la verdad: Yo quiero a una mujer mala fuera de la sociedad. Una déclassée, lo sé, pero… ¿la conoce usté? ¡No! Pues, bueno; sea usted bueno y cállese, que es el saber más profundo, y nadie diga en el mundo
Ya me ha dado la experiencia esa clásica ignorancia que no tiene la fragancia del primero no saber. ¡Oh la ciencia de inocencia! ¡Oh la vida empedernida!… Desde que empezó mi vida no he hecho yo más que perder. Ya mis ojos se han manchado
Rosas son la frescura de los huertos y los labios entreabiertos. Y claveles, los caireles de los trajes andaluces, con sus luces de oro y plata. De los nardos en la mata. La frescura de la tez de Carmen, pura,
Cuando al caer la tarde, como un suspiro, orea los rumorosos patios del barrio de Triana, y el cabello de Carmen, que de negro azulea, y sus ojos, en donde amor florece y grana...
Puede que fueras tú... Confusamente, entre la mucha gente, esbelta, serpentina --y vestida de blanco-- una mujer divina llamó a mis ojos... Pero, ¡No! Tú vistes el negro, siempre, de las noches tristes.