Instante
A veces, como ahora,
el tiempo se hace un mar de pulpos
y atenaza los días con sus tentáculos de agua:
se disuelve la esfera
y apenas se concretan las aristas y los contornos.
Sí existe.
Ni el aire danza su esquivez por los bosques,
ni acaricia el aliento a la vida,
ni el sueño puebla de suspiros febriles la imaginación.
Nadie existe.
Nací hace millones de años por lo menos.
O tal vez fue en el ayer reciente
o quizás aún vivo en el futuro
y el cuerpo es todavía un invento sin patente...
No existe ni el ayer ni el mañana.
«Hoy» es una palabra aún no adverbializada
que no cabe siquiera en la gramática del tiempo.
Es el instante...
Se inicia la jornada con los pies en blanco
y las manos alzando un botín de sombras
como una cuenta corriente
sin nada en el baremo.
Es la hora «cero» de todos los deseos,
el tiempo «cero» de todos los principios,
el kilómetro «cero» de la existencia.
(Porque Dios es, quizás, el «cero» inmenso
y el instante mayúsculo
donde todo reside en la presencia:
desde el principio hasta la cima de sus manos
Y yo —el hombre—
como un proyecto inaugurado en su promesa.
Presencia
Dios está aquí como un vigía
navegándome a la existencia.
Es un rito de vida:
sobre el altar del tiempo, brotando de Dios,
mi pequeña porción de tiempo
jugando —entre sus dedos— a concretarse,
a definirse y conjugarse en presente.
Soy.
Yo estoy aquí como un crepúsculo,
como una brisa hiriendo la mañana,
aguardando la espada del destino:
Dios está aquí existiéndome aquí,
ahora que espero el grito de la vida,
que mañana —tal vez—
sonará a sangre incolora
y olerá a llamas sin fuego,
a toro improvisado,
a nave que barrunta el puerto entre la niebla:
tus manos, Dios, que me alzarán como ofrenda de la tarde.
Ofrenda
Yo soy el pan y el vino.
Yo soy el labrador y el viñador:
y he chapeado a golpes mi parcela de finca
y sé del color —mata a mata— de las mandragoras,
cada mañana y a destajo.
Yo soy el labrador, la yuca y la malanga.
Yo me he cansado con el sol
y, a las tardes, al último pájaro revoltoso,
le disputaba a la palmera su estatura
y la bajaba a ras de mi garrafa:
gota a gota exprimía su vida dulcolechosa.
Se amargaba tenaz entre mis odres.
Luego fluía, de machete a machete, su potencia a mi cabeza,
para disimular el sudor de mis manos
y acariciar los callos sin voz de cada pena
ahogada en su corriente de maíz tostado:
yo soy el viñador, la palmera y su vino.
Yo soy el labrador, la yuca y la malanga.
Yo soy mi propia ofrenda.
Consagración
Pero no estoy solo.
Soy carne de la carne del mundo
y en mis poros respira el dolor de los hombres todos.
Soy el Centauro mañanero
y porto el mundo desde el seno de la noche.
No estoy solo, Señor,
traigo todas las penas de los que sonríen,
cada mañana, a la tristeza.
Vengo cansado,
compañero del sol hasta el ocaso,
con toda la fatiga de los opositores a horas extras
para que el sueldo albergue a la niñada,
fruto de la torpeza y del despiste.
No podían faltar los tontos,
cuyo rostro huido acuno entre mis besos.
También traigo, Señor,
la risa racionada de los que ríen por no llorar.
Y la mentira bien tejida de los diplomáticos.
Y la ciencia creciendo babeles
que tú te encargas de cortar a ras humano.
Y los listos,
que saben tanto que hasta saben que la luna no inventó el firmamento.
Aquí los traigo,
Señor,
y me encuentro con que eres tú,
Hostia viviente entre mis manos,
con esa «hache» inicial de tu Humanidad-para los hombres,
reventando la pena y la alegría del mundo.
Esta es mi ofrenda...
No estoy solo, Señor,
mi corazón late el ritmo de todos los hombres,
ellos están conmigo.
No estoy solo, Señor, tú estás conmigo
y en mis manos resumes
la ofrenda de tu vida compartida
en la ceniza de tu cuerpo
donde crece la eternidad a borbotones,
como un pelícano obstinado,
sobre todos los hombres,
sobre el mundo...
Tanto tiempo ensayando la aventura,
aprendiendo a nombrarte letra a letra,
tropezando —latido a latido—
sobre las piedras del destino.
Yazgo
en cada puerta como un perro pordiosero
y me quemo la piel en cada esquina.
Palpo en la noche
y el barro de los ojos balbucea luces lejanas
que llenan de torpeza las pisadas.
El camino está quieto bajo los pies:
no es posible pisarle el vuelo a los murciélagos
ni robarle su ciego canto a las lechuzas...
Todo ha sido un ensayo en tu mirada,
con tu aliento calzando con fe la dura espera:
y a la mañana,
cansado de bregar contra corriente,
se alza tu rostro como un báculo tieso
que inyecta persistencia
y pone en marcha
el engranaje del camino:
«Levántate, camina, anda,
llena tu copa
mi fortaleza, y mi aceite
lubrifica tu tez para la lucha...»
Empiezo a caminar mi camino
una tarde, Señor,
lanzado por el «cero» programático
de tu kilometraje originante:
cansancio y báculo,
caminante y camino, Tú.
Y yo,
ensayando a doblarte por la escena.
Epílogo
Dios tiene una «O».
Dios es un «cero».
(La «O» y el «cero» se identifican,
puestos a jugar a gramática y a números.)
Dios es una «O»
Dios tiene un «cero»
El kilómetro «cero» de mi ruta.
El círculo perfecto que rae aprisiona con el mundo,
con los hombres cazados a destajo.
La Hostia cósmica de mi ofrenda
vespertina, que elevo, a manos hambrientas,
como una esfera exacta,
llena dé Dios y de los hombres.
(Me siento como un niño
aprendiendo a correr
tras el aro versátil que tiene, como Dios,
una «O»
un «cero».
Aprendo a caminar
tras el aro versátil de Dios,
como un niño inventándose
aros para la plaza anónima de la vida.)