Hay un piano en el restaurant,
hay un piano, viejo, asmático,
sirve el tema y nace el plan
para un poema lunático.
Han uncido un hombre al piano,
y él toca sin saber,
toca siempre pero en vano
pues no le ayuda a comer.
Parece que es alemán o suizo,
y sueña con una fábrica de cronómetros,
y tiene un aire mestizo
de Werther con ribetes metronómicos.
¿Tendrá mujer este hombre? o una hija
flaca y con granos y ojos blanquecinos,
cuando va hacia el conservatorio ella se fija
si su padre sigue uncido a su destino.
Yo abro un concurso internacional
para los tristes que la tierra apresa,
a ver, ¿cuál es el poeta sentimental
que al del piano le gane la tristeza?
Este hombre toca, toca y toca,
¡quién pudiera leer en su interior!,
debe tener tanta rabia loca
como para hacer definitivamente la revolución.
Más triste que el destino de este pianista
no debe haber destino. Trina, trina,
desde el piano con su música evangelista
mientras le inundan los malos olores de la letrina,
o de la cocina que está a su lado
-olor de gachas donde nadan tres fideos-,
que no alimentan y en hilachas un asado
que lleno de pimienta atasca los deseos.
El patrón de la venta le endilga su homilía,
y el pianista sonríe olvidado de su poca suerte,
¡ha tenido un sueño tan bello!, vio a Santa Cecilia
¡danzando!, ¡danzando! su inédito minuet de la muerte.
Este hombre se debría suicidar
antes que el hambre que ya lo amoja
con la filarmonía del ayunar
lo lleve a tocar
a la corte celestial
del Figón de la reina Patoja.
Pero este hombre se agarra a la vida
porque tiene un secreto a falta de sopa,
yo le oí decir con vez conmovida,
¡ah cuando se estrene por fin mi ópera!
Este hombre toca, toca y toca
y su hija viene a oírle sus absurdos trinos,
su hija es fea, tiene granos, pero cuando el padre toca,
¡ah! cuánta la dulzura de sus ojos blanquecinos.