Raíz del hombre, de Octavio Paz | Poema

    Poema en español
    Raíz del hombre

       I 


    Más acá de la música y de la danza, 
    aquí, en la inmovilidad, 
    sitio de la música tensa, 
    bajo el gran árbol de mi sangre, 
    tú reposas. Yo estoy desnudo 
    y en mis venas golpea la fuerza, 
    hija de la inmovilidad. 

    Éste es el cielo más inmóvil, 
    y ésta la más pura desnudez. 
    Tú, muerta, bajo el gran árbol de mi sangre. 



       II 


    Ardan todas las voces 
    y quémense los labios; 
    y en la más alta flor 
    quede la noche detenida. 

    Nadie sabe tu nombre ya; 
    en tu secreta fuerza influyen 
    la madurez dorada de la estrella 
    y la noche suspensa, 
    inmóvil océano. 

    Amante, todo calla 
    bajo la voz ardiente de tu nombre. 
    Amante, todo calla. Tú, sin nombre, 
    en la noche desnuda de palabras. 



       III 


    Ésta es tu sangre, 
    desconocida y honda, 
    que penetra tu cuerpo 
    y baña orillas ciegas, 
    de ti misma ignoradas. 

    Inocente, remota, 
    en su denso insistir, en su carrera, 
    detiene la carrera de mi sangre. 
    Una pequeña herida 
    y conoce a la luz, 
    al aire que la ignora, a mis miradas. 

    Ésta es tu sangre, y éste 
    el prófugo rumor que la delata. 

    Y se agolpan los tiempos 
    y vuelven al origen de los días, 
    como tu pelo eléctrico si vibra 
    la escondida raíz en que se ahonda, 
    porque la vida gira en ese instante, 
    ay, latido cruel, irreparable, 
    y el tiempo es una muerte de los tiempos 
    y se olvidan los nombres y las formas. 

    Ésta es tu sangre, digo, 
    y el alma se suspende en el vacío 
    ante la viva nada de tu sangre. 



       IV 


    No hay vida o muerte, 
    tan sólo tu presencia, 
    inundando los tiempos, 
    destruyendo mi ser y su memoria. 

    En el amor no hay formas 
    sino tu inmóvil nombre, como estrella. 
    En sus orillas cantan 
    el espanto y la sed de lo invisible.

    Octavio Paz (1914-1998), poeta, ensayista, traductor, dramaturgo y cuentista mexicano, fue diplomático y profesor en universidades europeas y norteamericanas. En 1963 fue distinguido con el Gran Premio Internacional de Poesía, y después con el Premio Cervantes 1981 y el Premio Nobel de Literatura 1990. Desde 1977, hasta su muerte, dirigió la revista Vuelta (Premio Príncipe de Asturias 1992). Publicó, entre otros numerosos libros, los de poesía Libertad bajo palabra, Salamandra, Ladera este, Árbol adentro, así como los ensayos El laberinto de la soledad, El arco y la lira, Puertas al campo, Corriente alterna, Cuadrivio, Los hijos del limo o El ogro filantrópico, y el monumental estudio Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, por citar algunos. 

    • En llamas, en otoños incendiados, 
      arde a veces mi corazón, 
      puro y solo. El viento lo despierta, 
      toca su centro y lo suspende 
      en luz que sonríe para nadie: 
      ¡cuánta belleza suelta! 

    • Dame, llama invisible, espada fría, 
      tu persistente cólera, 
      para acabar con todo, 
      oh mundo seco, 
      oh mundo desangrado, 
      para acabar con todo. 

      Arde, sombrío, arde sin llamas, 
      apagado y ardiente, 
      ceniza y piedra viva, 
      desierto sin orillas. 

    • Los labios y las manos del viento 
      el corazón del agua 
                      un eucalipto 
      el campamento de las nubes 
      la vida que nace cada día 
      la muerte que nace cada vida 

      Froto mis párpados: 
      el cielo anda en la tierra 

    • Por buscarme, Poesía, en ti me busqué: 
      deshecha estrella de agua, 
      se anegó en mi ser. 
      Por buscarte, Poesía, 
      en mí naufragué. 

      Después sólo te buscaba 
      por huir de mí: 
      ¡espesura de reflejos 
      en que me perdí! 

    •    I 


      Más acá de la música y de la danza, 
      aquí, en la inmovilidad, 
      sitio de la música tensa, 
      bajo el gran árbol de mi sangre, 
      tú reposas. Yo estoy desnudo 
      y en mis venas golpea la fuerza, 
      hija de la inmovilidad. 

    • Y las sombras se abrieron otra vez 
      y mostraron su cuerpo: 
      tu pelo, otoño espeso, caída de agua solar, 
      tu boca y la blanca disciplina 
      de tus dientes caníbales, 
      prisioneros en llamas, 
      tu piel de pan apenas dorado 
      y tus ojos de azúcar quemada, 

    • A pesar de mi torpor, de mis ojos hinchados, de mi aire de recién salido de la cueva, no me detengo nunca. Tengo prisa. Siempre he tenido prisa. Día y noche zumba en mi cráneo la abeja. Salto de la mañana a la noche, del sueño al despertar, del tumulto a la soledad, del alba al crepúsculo.