La caída del Ícaro, de Olvido García Valdés | Poema

    Poema en español
    La caída del Ícaro



    Los atardeceres se suceden, 
    hace frío 
    y las casas de adobe en las afueras 
    se reflejan sobre charcos quietos. 
    Tierra removida. 
    Los atardeceres se suceden, 

    Cézanne elevó la «nature morte» 
    a una altura 
    en que las cosas exteriormente muertas 
    cobran vida, dice Kandinsky. 
    Vida es emoción. 
    Pero quedará de vosotros 
    lo que ha quedado de los hombres 
    que vivieron antes, previene Lucrecio. 
    Es poco: polvo, alguna imagen tópica 
    y restos de edificios. 
    El alma muere con el cuerpo. 
    El alma es el cuerpo. O tres fotografías 
    quedan, si alguien muere. 

    También un gesto inexplicable, 
    discolo para los ojos, desafío, 
    erizado. Cuerpo es lo otro. 
    Irreconocible. Dolor. 
    Sólo cuerpo. Cuerpo es no yo. 
    No yo. 

    Lo quieto de las cosas 
    en el atardecer. La quietud, 
    por ejemplo, de los edificios. 
    El ensombrecimiento 
    mudo y apagado. 

    Como ojos, 
    dos piedras azules me miran 
    desde un anillo. 
    Los anillos 
    cuidadosamente extraídos 
    al final. 
    Como aquél de azabache y plata 
    o este otro de un pálido, pálido rosa. 
    Rostros y luces 
    nitidamente se reflejan en él. 

    En la noche corro por un campo 
    que desciende, corro entre arbustos 
    y choco con algo vivo 
    que trata de ovillarse, de encogerse. 
    Es un niño pequeño, le pregunto 
    quién es y contesta que nadie. 

    Esta respiración honda 
    y este nudo en la pelvis 
    que se deshace y fluye. Esto soy yo 
    y al mismo tiempo 
    dolor en la nuca y en los ojos. 

    Terminada la juventud, 
    se está a merced del miedo. 





    Verde. Verde. Agua. Marrón. 
    Todo mojado, embarrado. 
    Es invierno. Es perceptible 
    en el silencio y en brillos 
    como del aire. 
    Yo soy muy pequeña. 
    Un cuerpo caminando. 
    Un cuerpo solo; 
    lo enfermo en la piel, en la mirada. 
    El asombro, la dureza absoluta 
    en los ojos. Lo impenetrable. 
    La descompensación 
    entre lo interno y lo externo. 
    Un cuerpo enfermo que avanza. 

    Desde un interior de cristales muy amplios 
    contemplo los árboles. 
    Hay un viento ligero, un movimiento 
    silencioso de hojas y ramas. 
    Como algo desconocido 
    y en suspenso. Más allá. 
    Como una luz 
    sesgada y quieta. Lo verde 
    que hiere o acaricia. Brisa 
    verde. Y si yo hubiera muerto 
    eso sería también así.