Recordar este sábado: las tumbas excavadas en la roca, en semicírculos, mirando hacia el este, y la puerta de la muralla abierta a campos roturados, al silencio y la luz del oeste. Necesito los ojos de los lobos para ver. O el amor y su contacto extremo, ese filo, una intimidad sólo formulable con distancia, con una despiedad cargada de cuidado. Así, aquella nota, reconocer en ella la costumbre antropófaga, un hombre come una mujer, reconocer también la carne en carne viva, los ojos y su atención extrema, el tiempo y lo que ocurrió. Alguien lo dijo de otro modo: creí que éramos infelices muchas veces; ahora la miseria parece que era sólo un aspecto de nuestra felicidad. La dicha no eleva sino cae como una lluvia mansa. Recordar aquel sábado en febrero tan semejante a éste de noviembre. Cerrar los ojos. Fatigarse subiendo, tú sin voz, con un cuaderno en el que anotas lo que quieres decir. La no materialidad de las palabras nos da calor y extrañeza, mano que aprieta el hombro, aliento cálido sobre el jersey. Para el resecamiento un aljibe de agua, los ojos de los lobos para ver. El contexto es todo, transparente aire frío. Aproximadamente así: campesinos del Tíbet sentados en el suelo, en semicírculos, aprendiendo a leer al final del invierno, cuando el trabajo es poco, se trata de una foto reciente, están muy abrigados; o una paliza de una violencia extrema a un muchacho, y que el tiempo pase, que cure, como una foto antigua. Tres mariposas, a la luz de la lámpara, han venido al cristal.
Los atardeceres se suceden, hace frío y las casas de adobe en las afueras se reflejan sobre charcos quietos. Tierra removida. Los atardeceres se suceden,
Recordar este sábado: las tumbas excavadas en la roca, en semicírculos, mirando hacia el este, y la puerta de la muralla abierta a campos roturados, al silencio y la luz del oeste. Necesito los ojos de los lobos