A ti, Karen, que descubriste para mí
el mundo estupendo de las flores.
I
Ni el sol
ni la luna
trajeron
a mi alma
este día
tanta luz
como tus manos,
vida mía.
A Carmela
Amor, entonces el otoño
estaba en la punta de mis dedos.
Y fueron los climas de tu mano
recogiendo las hojas
hasta reconstruir el árbol
de mi vida.
Eras entonces un río azul, amor,
desembocando en mis semillas;
una mirada limpia
sobre la piel
que me contiene
y un puñado de besos
llevándome al calor
que aún necesitaba.
Entonces me sentí seguro
de ser más importante que la muerte,
que la soledad,
que la angustia,
que la opresión
y que todos los vértigos
en donde se encuentra el hombre
postergado como una cosa inútil.
Ahora sé, amor,
que siempre anduve asegurado
y que cuando el otoño
amenazaba destruirme
bastaba un gesto tuyo
para brotar
musicales
los frutos que mi canto
repartía con tus manos,
a todos los pájaros
que sueña la montaña...
Ahora sé,
que siempre adivinaría tu amor
hacia los niños que se nievan
aproximándose al otoño. Ahora sé, amor,
que siempre había caído mi frente
con la redonda frente del rocío.
Ahora sé,
que siempre hubiéramos navegado
con los ríos, bajo los puentes
que nunca se duelen de ser puentes,
a pesar del musgo y del invierno.
Hace cuatro años ya
que mis hojas
caen sobre tu pecho
y hace cuatro años ya
que son devueltas a mis ramas
con el sencillo ademán
del que se siente enamorado.
Aquel otoño, amor,
mi sueño vegetal
creció junto a tus manos
desde la base misma de tu risa,
y cada fruto de mi canto
tuvo el aroma de tu nombre
y la redonda ternura de tus labios.
Amor, ahora atiendo la sabiduría
que tus ríos enseñan a mis manos...