Tulipanes rojos, de Otto René Castillo | Poema

    Poema en español
    Tulipanes rojos

    A ti, Karen, que descubriste para mí 
        el mundo estupendo de las flores. 

     

       I 


    Ni el sol 
    ni la luna 
    trajeron 
    a mi alma 
    este día 
    tanta luz 
    como tus manos, 
    vida mía. 

    Hacía largo ya 
    que todo me decía, 
    los niños, 
    las palomas, 
    los tejados sin humo, 
    el paulatino 
    irse poniendo alegre 
    de la gente, 
    que éramos todavía 
    un poco de primavera 
    más jóvenes 
    que lo seremos 
    el próximo verano. 

    Pero faltaba este día, 
    sencillo y mucho como el mar, 
    para que en mí la primavera 
    comenzara, como siempre, a cantar. 



       II 


    Desde el piso donde vivo, 
    en esta calle Mendelssohn 
    del viejo Berlín, 
    he visto pasar 
    la vida 
    tomada de la mano, 
    alumbrada 
    por un anciano farol 
    que, según dicen los vecinos 
    más antiguos, nunca dejó de alumbrar, 
    ni aún en las noches más amargas 
    de la postguerra mundial. 
    Y desde aquí te he visto, 
    cuando cruzas la calle, 
    estupenda como el amor, 
    joven como la vida, 
    sencilla y noble 
    como el mundo socialista 
    donde vives. 

    Ahora, 
    de espaldas a la ventana, 
    la luz del farol 
    se regocija 
    seguramente en mis cabellos, 
    así como lo hace ya 
    en el fondo de tus ojos, 
    cuando hacia mí 
    avanza, 
    como un río en llamas, 
    tu cuerpo. 



       III 


    'Cierra los ojos', 
    me dices 
    y te pones frente a mí. 
    Cuando los abro, 
    tus manos 
    sueltan a mis ojos 
    una bandada de tulipanes 
    rojos, 
    que le dan entonces 
    a mi alma, 
    la luz que no le diera 
    el sol 
    esta mañana, 
    ni la luz que la luna 
    y el farol 
    están pugnando por vivirle. 



       IV 


    Pecho adentro, 
    en los tulipanes rojos, 
    la primavera se alegra 
    cuando digo: 
    '¡Qué gesto más tulipán 
    has tenido este día, 
    amor mío!', 
    y me quedo besando 
    hondamente 
    la bondadosa ternura 
    de tus manos, 
    mientras hundes, 
    de seguro, 
    lo azul de tu mirada 
    en el áspero abismo 
    de mi rostro. 

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