Un perro ha muerto, de Pablo Neruda | Poema

    Poema en español
    Un perro ha muerto

    Mi perro ha muerto. 

    Lo enterré en el jardín 
    junto a una vieja máquina oxidada. 

    Allí, no más abajo, 
    ni más arriba, 
    se juntará conmigo alguna vez. 
    Ahora él ya se fue con su pelaje, 
    su mala educación, su nariz iría. 
    Y yo, materialista que no cree 
    en el celeste cielo prometido 
    para ningún humano, 
    para este perro o para todo perro 
    creo en el cielo, sí, creo en un cielo 
    donde yo no entraré, pero él me espera 
    ondulando su cola de abanico 
    para que yo al llegar tenga amistades. 

    Ay no diré la tristeza en la tierra 
    de no tenerlo más por compañero, 
    que para mí jamás fue un servidor. 

    Tuvo hacia mí la amistad de un erizo 
    que conservaba su soberanía, 
    la amistad de una estrella independiente 
    sin más intimidad que la precisa, 
    sin exageraciones: 
    no se trepaba sobre mi vestuario 
    llenándome de pelos o de sarna, 
    no se frotaba contra mi rodilla 
    como otros perros obsesos sexuales. 
    No, mi perro me miraba 
    dándome la atención que necesito, 
    la atención necesaria 
    para hacer comprender a un vanidoso 
    que siendo perro él, 
    con esos ojos, más puros que los míos, 
    perdía el tiempo, pero me miraba 
    con la mirada que me reservó 
    toda su dulce, su peluda vida, 
    su silenciosa vida, 
    cerca de mí, sin molestarme nunca, 
    y sin pedirme nada. 

    Ay cuántas veces quise tener cola 
    andando junto a él por las orillas 
    del mar, en el invierno de Isla Negra, 
    en la gran soledad: arriba el aire 
    traspasado de pájaros glaciales, 
    y mi perro brincando, hirsuto, lleno 
    de voltaje marino en movimiento: 
    mi perro vagabundo y olfatorio 
    enarbolando su cola dorada 
    frente a frente al Océano y su espuma. 

    Alegre, alegre, alegre 
    como los perros saben ser felices, 
    sin nada más, con el absolutismo 
    de la naturaleza descarada. 

    No hay adiós a mi perro que se ha muerto. 
    Y no hay ni hubo mentira entre nosotros. 

    Ya se fue y lo enterré, y eso era todo.

    Ricardo Eliécer Neftalí Reyes Basoalto nació en Parral, Chile, el 12 de julio de 1904 conocido por el seudónimo y, más tarde, el nombre legal de Pablo Neruda, fue un poeta chileno, considerado uno de los mayores y más influyentes de su siglo, siendo llamado por el novelista Gabriel García Márquez «el más grande poeta del siglo XX en cualquier idioma». Entre sus múltiples reconocimientos destaca el Premio Nobel de Literatura en 1971. En 1917, publica su primer artículo en el diario La Mañana de Temuco, con el título de Entusiasmo y perseverancia. En esta ciudad escribió gran parte de los trabajos, que pasarían a integrar su primer libro de poemas: Crepusculario. En 1924 publica su famoso Veinte poemas de amor y una canción desesperada, en el que todavía se nota una influencia del modernismo. En 1927, comienza su larga carrera diplomática en Rangún, Birmania. Será luego cónsul en Sri Lanka, Java, Singapur, Buenos Aires, Barcelona y Madrid. En sus múltiples viajes conoce en Buenos Aires a Federico García Lorca y en Barcelona a Rafael Alberti. Pregona su concepción poética de entonces, la que llamó «poesía impura», y experimenta el poderoso y liberador influjo del Surrealismo. En 1935, aparece la edición madrileña de Residencia en la tierra.

    •         Llegaste a mí directamente del Levante. Me traías, 
              pastor de cabras, tu inocencia arrugada, 
              la escolástica de viejas páginas, un olor 
              a Fray Luis, a azahares, al estiércol quemado 
              sobre los montes, y en tu máscara 

    • Y fue a esa edad... Llegó la poesía 
      a buscarme. No sé, no sé de dónde 
      salió, de invierno o río. 
      No sé cómo ni cuándo, 
      no, no eran voces, no eran 
      palabras, ni silencio, 
      pero desde una calle me llamaba, 
      desde las ramas de la noche, 

    • Ni el corazón cortado por un vidrio 
      en un erial de espinas, 
      ni las aguas atroces vistas en los rincones 
      de ciertas casas, aguas como párpados y ojos, 
      podrían sujetar tu cintura en mis manos 
      cuando mi corazón levanta sus encinas 

    • Emerge tu recuerdo de la noche en que estoy. 
      El río anuda al mar su lamento obstinado. 

      Abandonado como los muelles en el alba. 
      Es la hora de partir, oh abandonado! 

      Sobre mi corazón llueven frías corolas. 
      Oh sentina de escombros, feroz cueva de náufragos! 

    • Adiós, pero conmigo 
      serás, irás adentro 
      de una gota de sangre que circule en mis venas 
      o fuera, beso que me abrasa el rostro 
      o cinturón de fuego en mi cintura. 
      Dulce mía, recibe 
      el gran amor que salió de mi vida 
      y que en ti no encontraba territorio