En la larga desolación, de que la luna se tienda sobre mi corazón, aunque yo no lo quiera, de que el pez se agarre a mi voz, sin que yo pueda mover una sola de mis intenciones, atada para siempre a una mesa, a la mesa de un cuarto vacío; en esta larga desolación me permito alguna locura, de cuando en vez, luna quieta, que se agarra a mi ventana, que quiere abrir mi corazón, mi puerta, la llaga la llaga de luz que se ambiciona; la agobiante asfixia de entreabrir esa puerta y ver a alguien, alguien que no soy yo -pero que finge serlo- atada a una mesa, en un cuarto vacío, mientras me ponen una inyección para sobrevivir, mientras la luna se pasea por el fondo verde de mi corazón y mientras alguien, alguien que no soy yo, entreabre esa puerta que da a una habitación, a un cuarto oscuro, oscuridad que se niega a comprender, mientras la luna corre por entre la oscuridad de aquel cuarto vacío, de aquel cuarto, entreabierto, con estantes llenos de luz -llagas abiertas- que se consuman en un sacrificio -que no ha sido pedido-, en ese cuarto, donde alguien, -que no es aquella que no soy yo-, finge dolerse, de una llaga que no da luz, ni se ambiciona.
Son importantes tantas cosas -madre-. El olor de naftalina, los baúles en los que vamos destripando sueños, años pasados bajo la misma sombra. Sin embargo, preparo con prisa mis maletas, vacío los cajones rencorosa
En la larga desolación, de que la luna se tienda sobre mi corazón, aunque yo no lo quiera, de que el pez se agarre a mi voz, sin que yo pueda mover una sola de mis intenciones, atada para siempre a una mesa, a la mesa