Romance de aquel hijo, de Rafael de León | Poema

    Poema en español
    Romance de aquel hijo

    Hubiera podido ser 
    hermoso como un jacinto 
    con tus ojos y tu boca 
    y tu piel color de trigo, 
    pero con un corazón 
    grande y loco como el mío. 

    Hubiera podido ir, 
    las tardes de los domingos, 
    de mi mano y de la tuya, 
    con su traje de marino, 
    luciendo un ancla en el brazo 
    y en la gorra un nombre antiguo. 

    Hubiera salido a ti 
    en lo dulce y en lo vivo, 
    en lo abierto de la risa 
    y en lo claro del instinto, 
    y a mí... tal vez que saliese 
    en lo triste y en lo lírico, 
    y en esta torpe manera 
    de verlo todo distinto. 

    ¡Ay, qué cuarto con juguetes, 
    amor, hubiera tenido!... 
    Tres caballos, dos espadas, 
    un carro verde de pino, 
    un tren con cuatro estaciones, 
    un barco, un pájaro, un nido, 
    y cien soldados de plomo, 
    de plata y oro vestidos. 

    ¡Ay, qué cuarto con juguetes, 
    amor, hubiera tenido!... 

    ¿Te acuerdas de aquella tarde, 
    bajo el verde de los pinos, 
    que me dijiste: -- ¡Qué gloria 
    cuando tengamos un hijo!? 
    Y temblaba tu cintura 
    como un palomo cautivo, 
    y nueve lunas de sombra 
    brillaban en tu delirio. 

    Yo te escuchaba, lejano, 
    entre mis versos perdido, 
    pero sentí por la espalda 
    correr un escalofrío, 
    y repetí como un eco: 
    -¡Cuando tengamos un hijo!... 

    Tú, entre sueños, ya cantabas 
    nanas de sierra y tomillo, 
    e ibas lavando pañales 
    por las orillas de un río. 
    Yo, arquitecto de ilusiones 
    levantaba en equilibrio 
    una torre de esperanzas 
    con un balcón de suspiros. 

    ¡Ay, qué gloria, amor, qué gloria 
    cuando tengamos un hijo!... 

    En tu cómoda de cedro 
    nuestro ajuar se quedó frío, 
    entre azucena y manzana, 
    entre romero y membrillo. 
    ¡Qué pálidos los encajes! 
    ¡Qué sin gracia los vestidos! 
    ¡Qué sin olor los pañuelos 
    y qué sin sangre el cariño! 

    Tu velo blanco de novia, 
    -por tu olvido y por mi olvido- 
    fue un camino de Santiago, 
    doloroso y amarillo. 
    Tú te has casado con otro, 
    yo con otra hice lo mismo... 

    Juramentos y palabras 
    están secos y marchitos 
    en un antiguo almanaque 
    sin sábados ni domingos. 
    Ahora bajas al paseo, 
    rodeada de tus hijos, 
    dando el brazo a... la levita 
    que se pone tu marido. 
    Te llaman... ¡doña Manuela!; 
    usas guantes y abanico, 
    y tres papadas te cortan 
    en la garganta el suspiro. 

    Nos saludamos de lejos, 
    como dos desconocidos; 
    tu marido sube y baja 
    la chistera; yo me inclino, 
    y tú sonríes sin gana, 
    de un modo triste y ridículo. 

    Pero yo no me hago cargo 
    de que hemos envejecido, 
    porque te sigo queriendo 
    igual o más que al principio, 
    y te veo como entonces, 
    con tu cintura de lirio, 
    un jazmín entre los dientes, 
    y la color como el trigo 
    y aquella voz que decía: 
    -¡Cuando tengamos un hijo!...- 

    Y en esas tardes de lluvia, 
    cuando mueves los bolillos, 
    y yo paso por tu calle 
    con mi pena y con mi libro 
    dices, con miedo, entre sombras, 
    arropada en el visillo: 
    -¡Ay, si yo con ese hombre 
    hubiera tenido un hijo!...'