Romance de la viuda enamorada, de Rafael de León | Poema

    Poema en español
    Romance de la viuda enamorada

    Siempre pegada a tu muro 
    y al filo de tus almenas; 
    siempre rondando el castillo 
    de tu amor; siempre sedienta 
    de una sed mala y amarga 
    de desengaño y arena. 

    Por qué te querré tanto? 
    Por qué viniste a mi senda? 
    Quién hizo brillar tus ojos 
    en la noche de mi pena? 
    Qué lluvia de mal cariño 
    quiso convertirme en yedra, 
    que va creciendo y creciendo 
    pegada a tu primavera? 

    Ay, que montaña de amor 
    tengo sobre mi cabeza! 
    Ay, que río de suspiros 
    pasa y pasa por mi lengua! 

    Yo estaba en mis campos hondos, 
    allí en Castilla la Vieja 
    durmiéndome entre molinos 
    y coplas rubias de siega, 
    y era mi vida una noria 
    monótona y polvorienta. 

    Mis hijos venían del campo, 
    con sus camisas abiertas, 
    y en el pulso de sus hombros 
    reclinaba mi cabeza. 
    Así, un día y otro día, 
    allí en Castilla la Vieja... 

    Una tarde ( por los nardos 
    subía la primavera... ). 
    Una tarde, vi tu sombra 
    que venía por la senda 
    dentro de un traje de pana, 
    tres vueltas de faja negra 
    y una voz dura y redonda 
    lo mismo que una pulsera. 

    -Buenas tardes, ¿hay trabajo? 
    -Sí- te dije toda llena 
    de un escalofrío lento 
    que me sacudió las venas 
    y me quitó de encima 
    diez años de vida muerta, 
    bordando en mi enagua oscura 
    una rosa dulce y tierna. 

    -Está bien- fueron tus gracias, 
    y, doblando la chaqueta 
    te sentaste a mi lado 
    en el borde de la senda. 

    Vive este amor de silencio 
    y entre silencio se quema, 
    en una angustia de horas 
    y en un sigilo de puertas. 
    El pueblo ya lo murmura 
    en una copla que rueda 
    todo el día por el campo 
    y de noche en la taberna. 

    Dicen que si soy viuda 
    y sacan el muerto a cuestas; 
    dicen, que si por mis hijos 
    me debía dar vergüenza... 
    Dicen, tantas cosas, tantas, 
    que las paredes se llenan 
    de vidrios y maldiciones 
    y hasta a veces de blasfemias. 

    Mi hijo el mayor (veinte años, 
    dulce y moreno), con pena, 
    me habló esta mañana: -Madre, 
    ese traje no te sienta, 
    ni esas flores, ni ese pelo, 
    ni ese pañuelo de hierbas... 
    Yo no me atreví a mirarlo, 
    y me sentí muy pequeña, 
    como si fuese mi madre 
    la que hablándome estuviera. 

    -Por nosotros, tu no debes 
    vestirte de esa manera... 

    ¡Ay, por vosotros! Os di 
    todo el trigo de mi era; 
    todavía de vosotros 
    mi cintura tiene huellas. 
    ¡Sangre mía que anda y vive 
    y a mí me va haciendo vieja! 
    ¿Pero es que yo ya no tengo 
    derecho a querer? ¿Qué ciega 
    ley me prohíbe que al sol 
    deje mis rosas abiertas? 
    ¿Y que me mire al espejo, 
    y que me vista de fiesta, 
    y que en mi jardín antiguo 
    florezca la primavera?... 

    ¡Quiero y quiero y quiero y quiero! 
    Están en flor mis macetas; 
    diez ruiseñores heridos 
    cantan amor en mis venas, 
    y me duele la garganta, 
    y está mi voz hecha piedra 
    de tanto decir: 'Te quiero 
    como a ninguno quisiera!' 

    ¡Ay, qué montaña de amor 
    tengo sobre la cabeza! 

    ¡Ay, qué río de suspiros 
    pasa y pasa por mi lengua! 

    ¡Canten, hablen, cuenten, digan, 
    pueblo, niños, hombres, viejas... 
    que yo de tanto quererle 
    no sé si estoy viva o muerta!