Romance de la voz en la sangre, de Rafael de León | Poema

    Poema en español
    Romance de la voz en la sangre

    Fue hacia la tercera luna 
    cuando lo sintió en los centros. 
    Estaba sobre la hierba, 
    tumbada de cara al cielo 
    -viendo la tarde morirse 
    sobre sus ojos abiertos- 
    cuando notó en la cintura 
    como un pájaro pequeño, 
    que aleteó por lo oscuro 
    de su vientre unos momentos, 
    y luego vino a pararse 
    sobre su talle, en silencio... 

    Fue hacia la tercera luna 
    cuando lo sintió en los centros... 
    Un ¡ay! de gozo y asombro 
    y otro de duda y recelo 
    salieron de su garganta. 
    Las palomas de su pecho 
    se erizaron de blancura, 
    y un temblor de alumbramiento 
    sacudió de sur a norte 
    todo el mapa de su cuerpo 
    e hizo crujir entre sombras 
    las ramas de su esqueleto... 

    En un brinco de gacela 
    se ha levantado del suelo 
    y ha echado a andar lentamente 
    por la vereda de cedros. 
    Parece tallada en tierra 
    la cara de Sacramento. 
    -Iré a ver a la Jacinta 
    lo mismo que otras lo hicieron... 
    Ella conoce las plantas 
    y sabrá darme el remedio... 
    -¿No te da pena matarme 
    antes de nacer...? 
         
          ¡Qué miedo 
    le dio al escuchar la voz 
    que le salía al encuentro, 
    envuelta en hilos de sangre 
    cortando su propio aliento! 
    -¿Quién eres que así me hablas...? 
    -Ahora, nadie... casi un sueño; 
    mañana, si tú me dejas, 
    un hombre de cuerpo entero... 
    -¿Y qué voy a hacer, mi niño? 
    -Parirme como un almendro 
    en la mitad de la cama 
    con las entrañas ardiendo. 
    -¿Pero y mi honra? 
    -Tu honra 
    la limpiaré con mis besos: 
    las madres después del parto 
    quedan igual que un espejo... 
    -Pero me faltan seis meses, 
    seis plenilunios completos 
    frente a los ojos que miran 
    y las bocas de veneno. 
    -¿Y a ti qué te importa nadie? 
    Ponte delante del pueblo 
    y escúpele la belleza 
    de llevar un hijo dentro. 
    -¡Temo a las lenguas cobardes! 
    -Y en cambio no te da miedo 
    ir a buscar una planta 
    de sombra -flor de silencio-, 
    para derramar mi vida 
    por el primer sumidero 
    y que no quede del hijo 
    ni una fecha ni un recuerdo... 
    -¡Calla! 
    -No puedo callarme. 
    Una perra no haría eso: 
    me lamería los ojos 
    hasta que los fuera abriendo... 
    Pondría mi piel süave 
    lo mismo que el terciopelo 
    y luego ya, sin saliva, 
    con los dientes en acecho, 
    se tumbaría a mi lado 
    hecha un río dulce y tierno, 
    para que yo la dejara 
    hasta sin cal en los huesos. 
    -¡Por Dios! 
    -Por Él, yo te pido 
    que no me dejes sin cielo. 
    Corta sábanas de holanda; 
    borda pañales de céfiro; 
    aprende nanas azules 
    y planta naranjos nuevos..., 
    y cuando me hayas parido 
    como a un torito pequeño, 
    abre puertas y ventanas, 
    que me contemplen durmiendo 
    lo mismo que un patriarca 
    en el valle de tus pechos... 
    La voz se apagó en la sangre; 
    la cara de Sacramento 
    parece como de barro 
    de oscura que se le ha puesto, 
    y con sus manos sin pulso 
    se toca el vientre moreno... 
    ¡Ay qué monte de alegría! 
    ¡Qué rosal al descubierto! 
    ¡Qué luna bajo la falda! 
    ¡Qué lirio de tallo inquieto! 
    -¡Yo te juro, amor -mi niño-, 
    por mis vivos y mis muertos, 
    que te he de parir un día 
    sonámbula de contento, 
    aunque me escupan a una 
    todas las lenguas del pueblo!