Los tristes, de Rosalía de Castro | Poema

    Poema en español
    Los tristes

       I 


    De la torpe ignorancia que confunde 
    lo mezquino y lo inmenso; 
    de la dura injusticia del más alto, 
    de la saña mortal de los pequeños, 
    ¡no es posible que huyáis! cuando os conocen 
    y os buscan, como busca el zorro hambriento 
    a la indefensa tórtola en los campos; 
    y al querer esconderos 
    de sus cobardes iras, ya en el monte, 
    en la ciudad o en el retiro estrecho, 
    ¡ahí va! -exclaman- ¡ahí va!, y allí os insultan 
    y señalan con íntimo contento 
    cual la mano implacable y vengativa 
    señala al triste y fugitivo reo. 



       II 


    Cayó por fin en la espumosa y turbia 
    recia corriente, y descendió al abismo 
    para no subir más a la serena 
    y tersa superficie. En lo más íntimo 
    del noble corazón ya lastimado, 
    resonó el golpe doloroso y frío 
    que ahogando la esperanza 
    hace abatir los ánimos altivos, 
    y plegando las alas torvo y mudo, 
    en densa niebla se envolvió su espíritu. 



       III 


    Vosotros, que lograsteis vuestros sueños, 
    ¿qué entendéis de sus ansias malogradas? 
    Vosotros, que gozasteis y sufristeis, 
    ¿qué comprendéis de sus eternas lágrimas? 
    Y vosotros, en fin, cuyos recuerdos 
    son como niebla que disipa el alba, 
    ¡qué sabéis del que lleva de los suyos 
    la eterna pesadumbre sobre el alma! 



       IV 


    Cuando en la planta con afán cuidada 
    la fresca yema de un capullo asoma, 
    lentamente arrastrándose entre el césped, 
    le asalta el caracol y la devora. 

    Cuando de un alma atea, 
    en la profunda oscuridad medrosa 
    brilla un rayo de fe, viene la duda 
    y sobre él tiende su gigante sombra. 



       V 


    En cada fresco brote, en cada rosa erguida, 
    cien gotas de rocío brillan al sol que nace; 
    mas él ve que son lágrimas que derraman los tristes 
    al fecundar la tierra con su preciosa sangre. 

    Henchido está el ambiente de agradables aromas, 
    las aguas y los vientos cadenciosos murmuran; 
    mas él siente que rugen con sordo clamoreo 
    de sofocados gritos y de amenazas mudas. 

    ¡No hay duda! De cien astros nuevos, la luz radiante 
    hasta las más recónditas profundidades llega; 
    mas sus hermosos rayos 
    jamás en torno suyo rompen la bruma espesa. 

    De la esperanza, ¿en dónde crece la flor ansiada? 
    Para él, en dondequiera al retoñar se agosta, 
    ya bajo las escarchas del egoísmo estéril, 
    o ya del desengaño a la menguada sombra. 

    ¡Y en vano el mar extenso y las vegas fecundas, 
    los pájaros, las flores y los frutos que siembra! 
    Para el desheredado, sólo hay bajo del cielo 
    esa quietud sombría que infunde la tristeza. 



       VI 


    Cada vez huye más de los vivos, 
    cada vez habla más con los muertos, 
    y es que cuando nos rinde el cansancio 
    propicio a la paz y al sueño, 
    el cuerpo tiende al reposo, 
    el alma tiende a lo eterno. 



       VII 


    Así como el lobo desciende a poblado, 
    si acaso en la sierra se ve perseguido, 
    huyendo del hombre que acosa a los tristes, 
    buscó entre las fieras el triste un asilo. 

    El sol calentaba su lóbrega cueva, 
    piadosa velaba su sueño la luna, 
    el árbol salvaje le daba sus frutos, 
    la fuente sus aguas de grata frescura. 

    Bien pronto los rayos del sol se nublaron, 
    la luna entre brumas veló su semblante, 
    secóse la fuente, y el árbol nególe, 
    al par que su sombra, sus frutos salvajes. 

    Dejando la sierra buscó en la llanura 
    de otro árbol el fruto, la luz de otro cielo; 
    y a un río profundo, de nombre ignorado, 
    pidióle aguas puras su labio sediento. 

    ¡Ya en vano!, sin tregua siguióle la noche, 
    la sed que atormenta y el hambre que mata; 
    ¡ya en vano!, que ni árbol, ni cielo, ni río, 
    le dieron su fruto, su luz, ni sus aguas. 

    Y en tanto el olvido, la duda y la muerte 
    agrandan las sombras que en torno le cercan, 
    allá en lontananza la luz de la vida, 
    hiriendo sus ojos feliz centellea. 

    Dichosos mortales a quien la fortuna 
    fue siempre propicia... ¡Silencio!, ¡silencio!, 
    si veis tantos seres que corren buscando 
    las negras corrientes del hondo Leteo.

    Rosalía de Castro (Santiago de Compostela, 1837 - Padrón, 1885). Fue registrada como hija de padre desconocido. Estudia francés, dibujo y música, para la que está muy dotada. Viaja a Madrid en 1856 y se aloja en casa de una de sus tías: Carmen Lugín de Castro, madre del escritor Pérez Lugín. Su primer libro, La flor, recibe elogios de Manuel Martínez Murguía en La Iberia. En 1858, a los veintiún años, se casa con este destacado crítico en Madrid. Tuvo seis hijos a pesar de su tuberculosis. La primera hija nacería en Santiago, aunque luego el matrimonio residió por razones laborales en diferentes lugares. En 1871 se trasladan a La Coruña, donde Murguía ocupa diferentes cargos públicos. La escritora compatibiliza su trabajo con la vida familiar. Siempre que su salud empeoraba, regresaba a su pazo de Padrón. Allí murió de cáncer de útero en 1885 a los 48 años. Extraordinaria poeta, escribió dos poemarios en gallego, Cantares gallegos (1863) y Follas novas (1880), y varias obras en prosa, como El caballero de las botas azules, escrita en 1867.