Campoamor, de Rubén Darío | Poema

    Poema en español
    Campoamor

    Este del cabello cano, 
    como la piel del armiño, 
    juntó su candor de niño 
    con su experiencia de anciano; 
    cuando se tiene en la mano 
    un libro de tal varón, 
    abeja es cada expresión 
    que, volando del papel, 
    deja en los labios la miel 
    y pica en el corazón. 

    Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) representa uno de los grandes hitos de las letras hispanas, no sólo por el carácter emblemático de algunos de sus títulos como Azul... (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905) sino por las dimensiones de renovación que impuso a la lengua española, abriendo las puertas a las influencias estéticas europeas a través de la corriente que él mismo bautizó como Modernismo. Pero como decía Octavio Paz, su obra no termina con el Modernismo: lo sobrepasa, va más allá del lenguaje de esta escuela y, en verdad, de toda escuela. Es una creación, algo que pertenece más a la historia de la poesía que a la de los estilos. Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernistas: es uno de nuestros grandes poetas modernos, es "el príncipe de las letras castellanas".

    • En medio del camino de la Vida... 
      dijo Dante. Su verso se convierte: 
      En medio del camino de la Muerte. 
      Y no hay que aborrecer a la ignorada 
      emperatriz y reina de la Nada. 
      Por ella nuestra tela está tejida, 
      y ella en la copa de los sueños vierte 

    • En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría. 
      En busca de quietud, bajé al fresco y callado jardín. 
      En el oscuro cielo, Venus bella temblando lucía, 
      como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín. 

    • Yo fui un soldado que durmió en el lecho 
      de Cleopatra la reina. Su blancura 
      y su mirada astral y omnipotente. Eso fue todo. 

      ¡Oh mirada! ¡oh blancura! y oh, aquel lecho 
      en que estaba radiante la blancura! 
      ¡Oh, la rosa marmórea omnipotente! Eso fue todo. 

    • Padre y maestro mágico, liróforo celeste 

      que al instrumento olímpico y a la siringa agreste 
      diste tu acento encantador; 

      ¡Panida! Pan tú mismo, con coros condujiste 
      hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste, 
      ¡al son del sistro y del tambor! 

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