Es algo formidable que vio la vieja raza: robusto tronco de árbol al hombro de un campeón salvaje y aguerrido, cuya fornida maza blandiera el brazo de Hércules, o el brazo de Sansón.
Por casco sus cabellos, su pecho por coraza, pudiera tal guerrero, de Arauco en la región, lancero de los bosques, Nemrod que todo caza, desjarretar un toro, o estrangular un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la luz del día, le vio la tarde pálida, le vio la noche fría, y siempre el tronco de árbol a cuestas del titán.
«¡El Toqui, el Toqui!» clama la conmovida casta. Anduvo, anduvo, anduvo. La aurora dijo: «Basta», e irguióse la alta frente del gran Caupolicán.
Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo, y más la piedra dura porque esa ya no siente, pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo, ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Hermano, tú que tienes la luz, dime la mía. Soy como un ciego. Voy sin rumbo y ando a tientas. Voy bajo tempestades y tormentas ciego de ensueño y loco de armonía.
Joven, te ofrezco el don de esta copa de plata para que un día puedas colmar la sed ardiente, la sed que con su fuego más que la muerte mata. Mas debes abrevarte tan sólo en una fuente,
¡Qué alegre y fresca la mañanita! Me agarra el aire por la nariz: los perros ladran, un chico grita y una muchacha gorda y bonita, junto a una piedra, muele maíz.
¿Qué signo haces, oh Cisne, con tu encorvado cuello al paso de los tristes y errantes soñadores? ¿Por qué tan silencioso de ser blanco y ser bello, tiránico a las aguas e impasible a las flores?
Nada mejor para cantar la vida, y aún para dar sonrisas a la muerte, que la áurea copa en donde Venus vierte la esencia azul de su viña encendida. Por respirar los perfumes de Armida