Canción de otoño en primavera, de Rubén Darío | Poema

    Poema en español
    Canción de otoño en primavera

    Juventud, divino tesoro, 
    ¡ya te vas para no volver! 
    Cuando quiero llorar, no lloro... 
    y a veces lloro sin querer... 

    Plural ha sido la celeste 
    historia de mi corazón. 
    Era una dulce niña, en este 
    mundo de duelo y de aflicción. 

    Miraba como el alba pura; 
    sonreía como una flor. 
    Era su cabellera oscura 
    hecha de noche y de dolor. 

    Yo era tímido como un niño. 
    Ella, naturalmente, fue, 
    para mi amor hecho de armiño, 
    Herodías y Salomé... 

    Juventud, divino tesoro, 
    ¡ya te vas para no volver! 
    Cuando quiero llorar, no lloro... 
    y a veces lloro sin querer... 

    Y más consoladora y más 
    halagadora y expresiva, 
    la otra fue más sensitiva 
    cual no pensé encontrar jamás. 

    Pues a su continua ternura 
    una pasión violenta unía. 
    En un peplo de gasa pura 
    una bacante se envolvía... 

    En brazos tomó mi ensueño 
    y lo arrulló como a un bebé... 
    Y le mató, triste y pequeño, 
    falto de luz, falto de fe... 

    Juventud, divino tesoro, 
    ¡te fuiste para no volver! 
    Cuando quiero llorar, no lloro... 
    y a veces lloro sin querer... 

    Otra juzgó que era mi boca 
    el estuche de su pasión; 
    y que me roería, loca, 
    con sus dientes el corazón. 

    Poniendo en un amor de exceso 
    la mira de su voluntad, 
    mientras eran abrazo y beso 
    síntesis de la eternidad; 

    y de nuestra carne ligera 
    imaginar siempre un Edén, 
    sin pensar que la Primavera 
    y la carne acaban también... 

    Juventud, divino tesoro, 
    ¡ya te vas para no volver! 
    Cuando quiero llorar, no lloro... 
    y a veces lloro sin querer. 

    ¡Y las demás! En tantos climas, 
    en tantas tierras siempre son, 
    si no pretextos de mis rimas 
    fantasmas de mi corazón. 

    En vano busqué a la princesa 
    que estaba triste de esperar. 
    La vida es dura. Amarga y pesa. 
    ¡Ya no hay princesa que cantar! 

    Mas a pesar del tiempo terco, 
    mi sed de amor no tiene fin; 
    con el cabello gris, me acerco 
    a los rosales del jardín... 

    Juventud, divino tesoro, 
    ¡ya te vas para no volver! 
    Cuando quiero llorar, no lloro... 
    y a veces lloro sin querer... 

    ¡Mas es mía el Alba de oro! 

    Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) representa uno de los grandes hitos de las letras hispanas, no sólo por el carácter emblemático de algunos de sus títulos como Azul... (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905) sino por las dimensiones de renovación que impuso a la lengua española, abriendo las puertas a las influencias estéticas europeas a través de la corriente que él mismo bautizó como Modernismo. Pero como decía Octavio Paz, su obra no termina con el Modernismo: lo sobrepasa, va más allá del lenguaje de esta escuela y, en verdad, de toda escuela. Es una creación, algo que pertenece más a la historia de la poesía que a la de los estilos. Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernistas: es uno de nuestros grandes poetas modernos, es "el príncipe de las letras castellanas".

    • En medio del camino de la Vida... 
      dijo Dante. Su verso se convierte: 
      En medio del camino de la Muerte. 
      Y no hay que aborrecer a la ignorada 
      emperatriz y reina de la Nada. 
      Por ella nuestra tela está tejida, 
      y ella en la copa de los sueños vierte 

    • En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría. 
      En busca de quietud, bajé al fresco y callado jardín. 
      En el oscuro cielo, Venus bella temblando lucía, 
      como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín. 

    • Yo fui un soldado que durmió en el lecho 
      de Cleopatra la reina. Su blancura 
      y su mirada astral y omnipotente. Eso fue todo. 

      ¡Oh mirada! ¡oh blancura! y oh, aquel lecho 
      en que estaba radiante la blancura! 
      ¡Oh, la rosa marmórea omnipotente! Eso fue todo. 

    • Padre y maestro mágico, liróforo celeste 

      que al instrumento olímpico y a la siringa agreste 
      diste tu acento encantador; 

      ¡Panida! Pan tú mismo, con coros condujiste 
      hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste, 
      ¡al son del sistro y del tambor! 

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