A Colón, de Rubén Darío | Poema

    Poema en español
    A Colón

    ¡Desgraciado Almirante! Tu pobre América, 
    tu india virgen y hermosa de sangre cálida, 
    la perla de tus sueños, es una histérica 
    de convulsivos nervios y frente pálida. 

    Un desastroso espíritu posee tu tierra: 
    donde la tribu unida blandió sus mazas, 
    hoy se enciende entre hermanos perpetua guerra, 
    se hieren y destrozan las mismas razas. 

    Al ídolo de piedra reemplaza ahora 
    el ídolo de carne que se entroniza, 
    y cada día alumbra la blanca aurora 
    en los campos fraternos sangre y ceniza. 

    Desdeñando a los reyes nos dimos leyes 
    al son de los cañones y los clarines, 
    y hoy al favor siniestro de negros reyes 
    fraternizan los Judas con los Caínes. 

    Bebiendo la esparcida savia francesa 
    con nuestra boca indígena semiespañola, 
    día a día cantamos la Marsellesa 
    para acabar danzando la Carmañola. 

    Las ambiciones pérfidas no tienen diques, 
    soñadas libertades yacen deshechas. 
    ¡Eso no hicieron nunca nuestros caciques, 
    a quienes las montañas daban las flechas!. 

    Ellos eran soberbios, leales y francos, 
    ceñidas las cabezas de raras plumas; 
    ¡ojalá hubieran sido los hombres blancos 
    como los Atahualpas y Moctezumas! 

    Cuando en vientres de América cayó semilla 
    de la raza de hierro que fue de España, 
    mezcló su fuerza heroica la gran Castilla 
    con la fuerza del indio de la montaña. 

    ¡Pluguiera a Dios las aguas antes intactas 
    no reflejaran nunca las blancas velas; 
    ni vieran las estrellas estupefactas 
    arribar a la orilla tus carabelas! 

    Libre como las águilas, vieran los montes 
    pasar los aborígenes por los boscajes, 
    persiguiendo los pumas y los bisontes 
    con el dardo certero de sus carcajes. 

    Que más valiera el jefe rudo y bizarro 
    que el soldado que en fango sus glorias finca, 
    que ha hecho gemir al zipa bajo su carro 
    o temblar las heladas momias del Inca. 

    La cruz que nos llevaste padece mengua; 
    y tras encanalladas revoluciones, 
    la canalla escritora mancha la lengua 
    que escribieron Cervantes y Calderones. 

    Cristo va por las calles flaco y enclenque, 
    Barrabás tiene esclavos y charreteras, 
    y en las tierras de Chibcha, Cuzco y Palenque 
    han visto engalonadas a las panteras. 

    Duelos, espantos, guerras, fiebre constante 
    en nuestra senda ha puesto la suerte triste: 
    ¡Cristóforo Colombo, pobre Almirante, 
    ruega a Dios por el mundo que descubriste! 

    Rubén Darío (Nicaragua, 1867-1916) representa uno de los grandes hitos de las letras hispanas, no sólo por el carácter emblemático de algunos de sus títulos como Azul... (1888), Prosas profanas (1896) y Cantos de vida y esperanza (1905) sino por las dimensiones de renovación que impuso a la lengua española, abriendo las puertas a las influencias estéticas europeas a través de la corriente que él mismo bautizó como Modernismo. Pero como decía Octavio Paz, su obra no termina con el Modernismo: lo sobrepasa, va más allá del lenguaje de esta escuela y, en verdad, de toda escuela. Es una creación, algo que pertenece más a la historia de la poesía que a la de los estilos. Darío no es únicamente el más amplio y rico de los poetas modernistas: es uno de nuestros grandes poetas modernos, es "el príncipe de las letras castellanas".

    • En medio del camino de la Vida... 
      dijo Dante. Su verso se convierte: 
      En medio del camino de la Muerte. 
      Y no hay que aborrecer a la ignorada 
      emperatriz y reina de la Nada. 
      Por ella nuestra tela está tejida, 
      y ella en la copa de los sueños vierte 

    • En la tranquila noche, mis nostalgias amargas sufría. 
      En busca de quietud, bajé al fresco y callado jardín. 
      En el oscuro cielo, Venus bella temblando lucía, 
      como incrustado en ébano un dorado y divino jazmín. 

    • Yo fui un soldado que durmió en el lecho 
      de Cleopatra la reina. Su blancura 
      y su mirada astral y omnipotente. Eso fue todo. 

      ¡Oh mirada! ¡oh blancura! y oh, aquel lecho 
      en que estaba radiante la blancura! 
      ¡Oh, la rosa marmórea omnipotente! Eso fue todo. 

    • Padre y maestro mágico, liróforo celeste 

      que al instrumento olímpico y a la siringa agreste 
      diste tu acento encantador; 

      ¡Panida! Pan tú mismo, con coros condujiste 
      hacia el propíleo sacro que amaba tu alma triste, 
      ¡al son del sistro y del tambor! 

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