Finjamos que soy feliz, de Sor Juana Inés de la Cruz | Poema

    Poema en español
    Finjamos que soy feliz

    Finjamos que soy feliz, 
    triste pensamiento, un rato; 
    quizá podréis persuadirme, 
    aunque yo sé lo contrario, 
    que pues sólo en la aprehensión 
    dicen que estriban los daños, 
    si os imagináis dichoso 
    no seréis tan desdichado. 

    Sírvame el entendimiento 
    alguna vez de descanso, 
    y no siempre esté el ingenio 
    con el provecho encontrado. 
    Todo el mundo es opiniones 
    de pareceres tan varios, 
    que lo que el uno que es negro 
    el otro prueba que es blanco. 

    A unos sirve de atractivo 
    lo que otro concibe enfado; 
    y lo que éste por alivio, 
    aquél tiene por trabajo. 

    El que está triste, censura 
    al alegre de liviano; 
    y el que esta alegre se burla 
    de ver al triste penando. 

    Los dos filósofos griegos 
    bien esta verdad probaron: 
    pues lo que en el uno risa, 
    causaba en el otro llanto. 

    Célebre su oposición 
    ha sido por siglos tantos, 
    sin que cuál acertó, esté 
    hasta agora averiguado. 

    Antes, en sus dos banderas 
    el mundo todo alistado, 
    conforme el humor le dicta, 
    sigue cada cual el bando. 

    Uno dice que de risa 
    sólo es digno el mundo vario; 
    y otro, que sus infortunios 
    son sólo para llorados. 

    Para todo se halla prueba 
    y razón en qué fundarlo; 
    y no hay razón para nada, 
    de haber razón para tanto. 

    Todos son iguales jueces; 
    y siendo iguales y varios, 
    no hay quien pueda decidir 
    cuál es lo más acertado. 

    Pues, si no hay quien lo sentencie, 
    ¿por qué pensáis, vos, errado, 
    que os cometió Dios a vos 
    la decisión de los casos? 

    O ¿por qué, contra vos mismo, 
    severamente inhumano, 
    entre lo amargo y lo dulce, 
    queréis elegir lo amargo? 

    Si es mío mi entendimiento, 
    ¿por qué siempre he de encontrarlo 
    tan torpe para el alivio, 
    tan agudo para el daño? 

    El discurso es un acero 
    que sirve para ambos cabos: 
    de dar muerte, por la punta, 
    por el pomo, de resguardo. 

    Si vos, sabiendo el peligro 
    queréis por la punta usarlo, 
    ¿qué culpa tiene el acero 
    del mal uso de la mano? 

    No es saber, saber hacer 
    discursos sutiles, vanos; 
    que el saber consiste sólo 
    en elegir lo más sano. 

    Especular las desdichas 
    y examinar los presagios, 
    sólo sirve de que el mal 
    crezca con anticiparlo. 

    En los trabajos futuros, 
    la atención, sutilizando, 
    más formidable que el riesgo 
    suele fingir el amago. 

    Qué feliz es la ignorancia 
    del que, indoctamente sabio, 
    halla de lo que padece, 
    en lo que ignora, sagrado! 

    No siempre suben seguros 
    vuelos del ingenio osados, 
    que buscan trono en el fuego 
    y hallan sepulcro en el llanto. 

    También es vicio el saber, 
    que si no se va atajando, 
    cuando menos se conoce 
    es más nocivo el estrago; 
    y si el vuelo no le abaten, 
    en sutilezas cebado, 
    por cuidar de lo curioso 
    olvida lo necesario. 

    Si culta mano no impide 
    crecer al árbol copado, 
    quita la sustancia al fruto 
    la locura de los ramos. 

    Si andar a nave ligera 
    no estorba lastre pesado, 
    sirve el vuelo de que sea 
    el precipicio más alto. 

    En amenidad inútil, 
    ¿qué importa al florido campo, 
    si no halla fruto el otoño, 
    que ostente flores el mayo? 

    ¿De qué sirve al ingenio 
    el producir muchos partos, 
    si a la multitud se sigue 
    el malogro de abortarlos? 

    Y a esta desdicha por fuerza 
    ha de seguirse el fracaso 
    de quedar el que produce, 
    si no muerto, lastimado. 

    El ingenio es como el fuego, 
    que, con la materia ingrato, 
    tanto la consume más 
    cuando él se ostenta más claro. 

    Es de su propio Señor 
    tan rebelado vasallo, 
    que convierte en sus ofensas 
    las armas de su resguardo. 

    Este pésimo ejercicio, 
    este duro afán pesado, 
    a los ojos de los hombres 
    dio Dios para ejercitarlos. 

    ¿Qué loca ambición nos lleva 
    de nosotros olvidados? 
    Si es para vivir tan poco, 
    ¿de qué sirve saber tanto? 
    ¡Oh, si como hay de saber, 
    hubiera algún seminario 
    o escuela donde a ignorar 
    se enseñaran los trabajos! 

    ¡Qué felizmente viviera 
    el que, flojamente cauto, 
    burlara las amenazas 
    del influjo de los astros! 

    Aprendamos a ignorar, 
    pensamiento, pues hallamos 
    que cuanto añado al discurso, 
    tanto le usurpo a los años.

    Juana Ramírez de Asbaje nació en San Miguel de Neplantla (México) el 10 ó 12 de noviembre de 1651. Antes de cumplir los tres años, Juana acudió a la escuela siguiendo a una de sus hermanas mayores. De joven, la pasión por el estudio y el deseo de vivir sola, hicieron que pidiera permiso a su madre para irse travestida de chico a estudiar ciencias en la Universidad de México. Como no pudo ser y no le gustaban los hombres, decidió meterse monja, a pesar de que no tenía vocación religiosa. Moriría el domingo 17 de abril de 1695 del contagio de enfermas a las que asistió durante una epidemia de peste que afectó a la Ciudad de México, donde está enterrada. Tenía 43 años y medio. Había escrito obras fundamentales de la literatura universal. Sus últimas fueron, muy probablemente, los Enigmas ofrecidos a la soberana Asamblea de La Casa del Placer.