Devolvía los ecos la cóncava colina
del dolor de una historia de aquel vecino valle.
Mi espíritu seguía el doble encantamiento
y recostado oía la voz del triste canto.
Al rato en este estado, vi una pálida joven,
que rasgaba papeles y destrozaba anillos,
asolando su mundo de lluvias y de vientos.
Cubría su cabeza un sombrero de paja,
que guardaba su cara de los rayos del sol
y mi mente al mirarla, adivinaba un tiempo
de lozana hermosura, gastada por los años.
Segador es el Tiempo de flores juveniles,
más con ella no pudo ni el furor de los cielos
y de aquel bello tiempo aún muestras mantenía.
De vez en vez llevaba su pañuelo a los ojos
en cuyo lienzo había unos extraños signos,
mojando los dibujos con su líquido amargo,
que en lágrimas, cual perlas, su dolo transformaba
y leyendo a menudo lo escrito en el papel
a menudo gritaba con palabras confusas,
ora el clamor agudo, ora grave el clamor.
A veces con sus ojos impulsaba un mal rayo
cual si fueran los astros objeto de su ataque
y a veces divagando, clava estos pobres dardos
en la terrible órbita. A veces extendía
sus brazos al vacío, vagando su mirada,
al tiempo que sus brazos, sin fijación alguna
igual que un alma en pena, que sufre un mal delirio.
Su ondulante cabello, ni suelto ni peinado,
proclamaban en ella su propia sencillez,
cayendo del sombrero de paja en cataratas,
por sus mustias mejillas del color de la cera,
mientras algunos rizos, entre su hilada malla,
serviles no intentaban, salir de aquel encierro
a pesar de que nada les impedía hacerlo.
Miles de fruslerías extrajo de su cesto,
de cristal y de ámbar y cuentas de azabache,
que una a una en el río, distraída arrojaba,
sobre el llorado margen, se sentó en la ribera
y tal como en la usura, añadía sus lágrimas
como el poder de un rey, añadiendo más bienes
donde todo es exceso y no donde hace falta.