No le reprocho a la primavera que llegue de nuevo. No me quejo de que cumpla como todos los años con sus obligaciones.
Comprendo que mi tristeza no frenará la hierba. Si los tallos vacilan será sólo por el viento.
No me causa dolor que los sotos de alisos recuperen su murmullo.
Me doy por enterada de que, como si vivieras, la orilla de cierto lago es tan bella como era.
No le guardo rencor a la vista por la vista de una bahía deslumbrante.
Puedo incluso imaginarme que otros, no nosotros, estén sentados ahora mismo sobre el abedul derribado.
Respeto su derecho a reír, a susurrar y a quedarse felices en silencio.
Supongo incluso que los une el amor y que él la abraza a ella con brazos llenos de vida.
Algo nuevo, como un trino, comienza a gorgotear entre los juncos. Sinceramente les deseo que lo escuchen.
No exijo ningún cambio de las olas a la orilla, ligeras o perezosas, pero nunca obedientes. Nada le pido a las aguas junto al bosque, a veces esmeralda, a veces zafiro, a veces negras.
Una cosa no acepto. Volver a ese lugar. Renuncio al privilegio de la presencia.
Te he sobrevivido suficiente como para recordar desde lejos.
De cada cien personas, las que todo lo saben mejor: cincuenta y dos, las inseguras de cada paso: casi todo el resto, las prontas a ayudar, siempre que no dure mucho: hasta cuarenta y nueve, las buenas siempre,
A algunos, es decir, no a todos. Ni siquiera a los más, sino a los menos. Sin contar las escuelas, donde es obligatoria, y a los mismos poetas, serán dos de cada mil personas.
Morir, eso no se le hace a un gato. Porque qué puede hacer un gato en un piso vacío. Trepar por las paredes. Restregarse entre los muebles. Parece que nada ha cambiado y, sin embargo, ha cambiado. Que nada se ha movido, pero está descolocado.
Soy un tranquilizante. Funciono en casa. Soy eficaz en la oficina, me siento en los exámenes. Comparezco ante los tribunales, pego cuidadosamente las tazas rotas: sólo tienes que tomarme, ¡disolverme bajo la lengua, tragarme,