Gracias te doy, corazón mío, por no quejarte, por ir y venir sin premios, sin halagos, por diligencia innata.
Tienes setenta merecimientos por minuto. Cada una de tus sístoles es como empujar una barca hacia alta mar en un viaje alrededor del mundo.
Gracias te doy, corazón mío, porque una y otra vez me extraes del todo, y sigo separada hasta en el sueño.
Cuidas de que no me sueñe al vuelo, y hasta el extremo de un vuelo para el que no se necesitan alas.
Gracias te doy, corazón mío, por haberme despertado de nuevo, y aunque es domingo, día de descanso, bajo mis costillas continúa el movimiento de un día laboral.
A algunos, es decir, no a todos. Ni siquiera a los más, sino a los menos. Sin contar las escuelas, donde es obligatoria, y a los mismos poetas, serán dos de cada mil personas.
De cada cien personas, las que todo lo saben mejor: cincuenta y dos, las inseguras de cada paso: casi todo el resto, las prontas a ayudar, siempre que no dure mucho: hasta cuarenta y nueve, las buenas siempre,
Morir, eso no se le hace a un gato. Porque qué puede hacer un gato en un piso vacío. Trepar por las paredes. Restregarse entre los muebles. Parece que nada ha cambiado y, sin embargo, ha cambiado. Que nada se ha movido, pero está descolocado.
Soy un tranquilizante. Funciono en casa. Soy eficaz en la oficina, me siento en los exámenes. Comparezco ante los tribunales, pego cuidadosamente las tazas rotas: sólo tienes que tomarme, ¡disolverme bajo la lengua, tragarme,
Prefiero el cine. Prefiero los gatos. Prefiero los robles a orillas del Warta. Prefiero Dickens a Dostoievski. Prefiero que me guste la gente a amar a la humanidad. Prefiero tener a la mano hilo y aguja. Prefiero no afirmar