Aprender a callar es lo primero.
Un pasaporte en blanco hacia la soledad.
A los once años te hablan con palabras
como honor, orgullo, dignidad
y tú piensas en un rumor de sillas
y en el patio pequeño de tu escuela.
Pero no hay amigos en el campo
y muy pronto te enseñan que el club y los colores
son tu padre, tu madre y el espíritu santo.
Tienes que ser un buen muchacho
y conservar el número que te dan al entrar.
Crecer es el siguiente paso.
Y darles lo que quieren: tu vida con un lazo.
Lo llevarás mejor
si comprendes que todo es un negocio
en nombre de una patria difusa que agoniza.
Pasarán unos años, demasiados,
Y sólo quedarán los elegidos.
A los otros, ahora los recuerdas
como sombras vencidas, llorando entre la hierba.
Había que esperar los descartes de julio.
El discurso del míster era conciliador
- se notaba su afán por excusarse-
y estrechaba las manos de unos pocos.
Los demás nos miraban
desde sus torres abolidas
y quedaban en el vestuario
a la espera de unas explicaciones
que no necesitaban, que nunca llegarían.
Con paciencia te harás un sitio entre la élite
y bailarás con gusto la música que te toquen.
Las niñas de tu barrio
soñarán que te metes en sus camas
y algunos periodistas llamarán a tu puerta.
Debes ser agradable entonces
y medir las palabras y los tópicos.
Recuerda: club, bandera, patria.
Ya sólo una lesión puede hacerte bajar
de la nube que habitas.
Pero eso es imposible.
Imposible que un niño te rompa la rodilla.
Imposible el dolor que sientes cuando ocurre.
Y después el olvido. Quirófano y olvido.
La sensación de que ya no haces falta,
de que no eres imprescindible.
Te harán un homenaje y callarás
porque ya formas parte de ellos,
ya eres su semejante, su juguete tarado.
Regresar a tu pueblo será lo más difícil.
Debes ser fuerte
y soportar la humillación,
el miedo contenido.
Aprender a pensar, recuperar amigos.
El tiempo borrará tanta tristeza.
Tienes la edad de un hombre joven,
busca una chica que te quiera y cásate.
Y olvida el fútbol, que te hace daño.
Y olvida el Barça, que te duele.