Circundada por selvas, bajo el cielo
siempre azulado, nuestra casa era
algo como el plumón y el terciopelo:
un tibio corazón de primavera.
Se hablaba quedo en nuestra casa;
cierto que cobijaba tantas aves,
que nos salían las palabras suaves
como si las dijéramos a un muerto.
Pero nada era triste: la dulzura
poníamos tan dócil armonía
que hasta el suspiro tenue presentía
en sus patios sombreados de verdura.
El mármol blanco de los corredores
parecía dormir un sueño largo.
Las fuentes compartían su letargo.
Soñaban las estatuas con amores.
Cedían los sillones blandamente,
como un pecho materno, y era fino,
muy fino el aire, así como divino,
cuando filtraba el oro del poniente.
¡Cómo me acuerdo de la noche aquella
en que entré sostenida por tu brazo!
Moría casi bajo el doble abrazo
de tu mirada y de la noche bella.
¡Moría casi! Me llevaste tierno
por largas escaleras silenciosas
y ni tuve conciencia de las cosas:
era un cuerpo cansado y sin gobierno.
No sé cómo llegamos a una estancia.
La penumbra interior, los pasos quedos,
tus besos que morían en mis dedos
me tornaron el alma una fragancia.
Abriste una ventana: allá, lejano,
plateaba el río y el silencio era
dulce y enorme, y era primavera,
y se movía el río sobre el llano.
Caminaba hacia el mar con tal dulzura
que parecía una palabra buena.
Iba a darse sin fin; la quieta arena
mirábalo pasar con amargura.
Y mi alma también rodó en el río,
se hundió con él en perfumadas frondas,
siguiéndolo hasta el mar cayó en sus ondas,
y suyo fue el divino poderío.
Se curvó blanda en el enorme vaso,
de allí se desprendió como un suspiro,
ascendió por los buques y el retiro
de otras mujeres sorprendió de paso.
Subió hasta las ciudades de otro mundo;
dormían todos, todo estaba blanco,
luego vio cada mundo como un banco
de arena muerta en el azul profundo.
Y desde aquel azul que todo abisma
miró en la tierra esta ventana abierta:
¿quién era esa criatura medio muerta?
Y se bajó a mirar. ¡Y era yo misma!
Cuando volvió del viaje, envejecida
de tanto haber vagado unos instantes
la esperaban tus ojos suplicantes:
se hundió por ellos y encontró la vida.
¿Recuerdas tú? La casa era un arrullo,
un perfume infinito, un nido blando:
nunca se dijo la palabra cuándo.
Se decía, muy quedo: mío y tuyo.