Letanías de la tierra muerta, de Alfonsina Storni | Poema

    Poema en español
    Letanías de la tierra muerta

    A Gabriela Mistral 
     
    Llegará un día en que la raza humana 
    se habrá secado como planta vana, 

    y el viejo sol en el espacio sea 
    carbón inútil de apagada tea. 

    Llegará un día en que el enfriado mundo 
    será un silencio lúgubre y profundo: 

    una gran sombra rodeará la esfera 
    donde no volverá la primavera; 

    la tierra muerta, como un ojo ciego, 
    seguirá andando siempre sin sosiego, 

    pero en la sombra, a tientas, solitaria, 
    sin un canto, ni un ¡ay!, ni una plegaria. 

    Sola, con sus criaturas preferidas 
    en el seno cansadas y dormidas. 

    (Madre que marcha aún con el veneno 
    de los hijos ya muertos en el seno.) 

    Ni una ciudad de pie... Ruinas y escombros 
    soportará sobre los muertos hombros. 

    Desde allí arriba, negra la montaña 
    la mirará con expresión huraña. 

    Acaso el mar no será más que un duro 
    bloque de hielo, como todo oscuro. 

    Y así, angustiado en su dureza, a solas 
    soñará con sus buques y sus olas, 

    y pasará los años en acecho 
    de un solo barco que le surque el pecho. 

    Y allá, donde la tierra se le aduna, 
    ensoñará la playa con la luna, 

    y ya nada tendrá más que el deseo, 
    pues la luna será otro mausoleo. 

    En vano querrá el bloque mover bocas 
    para tragar los hombres, y las rocas 

    oír sobre ellas el horrendo grito 
    del náufrago clamando al infinito: 

    ya nada quedará; de polo a polo 
    lo habrá barrido todo un viento solo: 

    voluptuosas moradas de latinos 
    y míseros refugios de beduinos; 

    oscuras cuevas de los esquimales 
    y finas y lujosas catedrales; 

    y negros, y amarillos y cobrizos, 
    y blancos y malayos y mestizos 

    se mirarán entonces bajo tierra 
    pidiéndose perdón por tanta guerra. 

    De las manos tomados, la redonda 
    tierra, circundarán en una ronda. 

    y gemirán en coro de lamentos: 
    ¡oh cuántos vanos, torpes sufrimientos! 

    —La tierra era un jardín lleno de rosas 
    y lleno de ciudades primorosas; 

    —se recostaban sobre ríos unas, 
    otras sobre los bosques y lagunas. 

    —Entre ellas se tendían finos rieles, 
    que eran a modo de esperanzas fieles, 

    —y florecía el campo, y todo era 
    risueño y fresco como una pradera; 

    —y en vez de comprender, puñal en mano 
    estábamos, hermano contra hermano; 

    —calumniábanse entre ellas las mujeres 
    y poblaban el mundo mercaderes; 

    —íbamos todos contra el que era bueno 
    a cargarlo de lodo y de veneno... 

    —y ahora, blancos huesos, la redonda 
    tierra rodeamos en hermana ronda. 

    —y de la humana, nuestra llamarada, 
    ¡sobre la tierra en pie no queda nada! 



       * * * 



    Pero quién sabe si una estatua muda 
    de pie no quede aún sola y desnuda. 

    Y así, surcando por las sombras, sea 
    el último refugio de la idea. 

    El último refugio de la forma 
    que quiso definir de Dios la norma 

    y que, aplastada por su sutileza, 
    sin entenderla, dio con la belleza. 

    Y alguna dulce, cariñosa estrella, 
    preguntará tal vez: ¿Quién es aquélla? 

    ¿Quién es esa mujer que así se atreve, 
    sola, en el mundo muerto que se mueve? 

    Y la amará por celestial instinto 
    hasta que caiga al fin desde su plinto. 

    Y acaso un día, por piedad sin nombre 
    hacia esta pobre tierra y hacia el hombre, 

    la luz de un sol que viaje pasajero 
    vuelva a incendiarla en su fulgor primero, 

    y le insinúe: Oh fatigada esfera: 
    ¡sueña un momento con la primavera! 

    —Absórbeme un instante: soy el alma 
    universal que muda y no se calma... 

    ¡cómo se moverán bajo la tierra 
    aquellos muertos que su seno encierra! 

    ¡Cómo pujando hacia la luz divina 
    querrán volar al que los ilumina! 

    Mas será en vano que los muertos ojos 
    pretendan alcanzar los rayos rojos. 

    ¡En vano! ¡En vano!... ¡Demasiado espesas 
    serán las capas, ay, sobre sus huesas!... 

    Amontonados todos y vencidos, 
    ya no podrán dejar los viejos nidos, 

    y al llamado del astro pasajero, 
    ningún hombre podrá gritar: ¡Yo quiero!...

    Alfonsina Storni (Suiza, 1892 - Mar del Plata, Argentina, 1938) es una de las más grandes poetas del continente sudamericano. Nacida en Suiza, vivió desde muy niña en Argentina, donde murió arrojándose al mar. Dotada de una exquisita sensibilidad y de un temperamento depresivo, plasmó en su poesía la intensa lucha interior, librada a lo largo de su vida, entre el ideal de justicia y nobleza que, a su entender, debía regir la vida de los seres humanos, y la realidad mediocre y poco grata que la rodeaba. Seriamente preocupada por las desigualdades sociales, su talante marcadamente rebelde asoma en sus primeros libros de poemas: La inquietud del rosal (1916), El dulce año (1918) e Irremediablemente (1919). Ocre (1925), poemario considerado su obra maestra en opinión de la crítica especializada, y que gira en torno al sentimiento de fracaso ante el amor y la vida, inicia su segunda etapa poética, caracterizada por el abandono de las formas poéticas modernistas y el acercamiento a una estética basada en el uso de elementos simbólicos: El mundo de siete pozos (1934) y Mascarilla y trébol (1938). Menos musical, y acaso menos intimista, marcada por la voluntad reflexiva y por el impacto de las nuevas vanguardias, la última etapa poética de Alfonsina Storni es una muestra de una inquietud creativa que busca renovarse constantemente. Poesía de una intensa humanidad, está siempre presente en ella el indignado sentir de la autora frente a la injusta situación de la mujer en una sociedad regida por hombres.