En la dorada tarde rumorosa
que languidece en placidez de estío.
Estoy mirando este camino rosa
como en el dulce verso de Darío.
Y así como en el verso del poeta,
allá, donde el camino rosa arranca,
veo avanzar una columna blanca
envuelta en un vapor azul-violeta.
Parece solamente alguna nube
bordada en fino polvo de zafiros,
inmaterial columna de suspiros
que de la tierra a las estrellas sube.
La dulce forma humana se deslíe
en el tul blanco, inmaterial, sedeño,
y tan lejana y pura me sonríe
que digo: esto es el sueño.
Al poco rato la columna pasa
tan cerca que, sin ilusión alguna,
puedo mirar las formas una a una
bajo la trampa débil de la gasa.
La nube se ha disuelto; ante mis ojos
se rinden ya las formas imperfectas:
blancos creí los pies, pero son rojos.
Gráciles formas vi, pero son rectas.
El tul se ha vuelto tosca muselina,
las guirnaldas perdieron su frescura,
así tan cerca en una forma dura
aquella forma que creí divina.
Alma: ¿dónde está el oro aquel que viste?
Todo ha cambiado cuando estuvo enfrente;
mis ojos tocan realidad tan triste
que digo: es el presente.
Mas, ya de nuevo, bajo el huso de oro
del sol, que hilando está la luz del día,
al alejarse, lentas, por la vía,
las formas cobran su anterior decoro.
Es la misma ilusión: es ese mismo
perderse de los cuerpos tras los tules
y vuelven a brillar piedras azules,
y el oro vuelve a darme su espejismo.
Y cuando aquel sendero se termina
allá muy lejos, la columna blanca
se ha convertido en esa nube fina
que a poco vi donde el camino arranca.
Me embriagó de dulzor una abeja,
de nuevo en la visión blanca me pierdo,
y tan inmaterial allá se aleja
que digo: es el recuerdo.