Bajamos por Jesús del Valle. Un tío nos pide un cigarro. 'No fumamos, socio'. Seguimos caminando. Charlando. Etcétera.
De pronto, nos interrumpe un insistente: 'Chst, chst, chst'. Procede de ese grupo a la derecha. Hay un coche parado en medio de la calle, con puertas abiertas. Y, al otro lado, un mindundi con camisa de cuadros me mira fijamente. Hace un sutil gesto, con su mano y su nariz. No sé si me vacila o me ofrece coca. Rodeándolo hay siete babuinos y un grupito de fulanas. Esbozo mi mejor sonrisa. Giro la cabeza e intento seguir conversando. Pero he perdido el hilo.
Un poco más allá, dos nacionales le dan el alto a un vehículo. El conductor baja de un salto y sale corriendo. Lo alcanzan junto a un paso de cebra. Y le dan bien de hostias.
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Despierto aturdido entre sábanas sudadas. Las siestas de más de dos horas te vapulean así. Ella ronca débilmente a mi espalda. Sus largos brazos me rodean.