26 de julio de 2012.
Nueve y pico de la tarde.
Salgo de casa.
No aviso a L.
Estará gozando en las fiestas de su pueblo.
(Y no quisiera preocuparla en balde).
Giro el contacto.
Empieza a chispear.
Conduzco hacia la R-3.
Huele a tormenta.
Empalmo las agujas.
Cuando me detengo en el peaje, se ha desatado la tempestad.
La más salvaje de la Historia.
Pago y sigo.
Pronto se hace patente un exagerado granizar.
Avanzo en el gris borroso de la noche.
Los coches aguardan junto al arcén del túnel.
91
El parabrisas cruje a causa del bombardeo.
Las abolladuras retumban por todo el perímetro.
Las ruedas flotan en bolsas de agua.
En medio del carril hay un bloque de hielo del tamaño del puño de Goliat.
Me detengo bajo un puente anoréxico.
Grabaría el Apocalipsis si tuviese batería en el móvil.
Minutos y poblaciones después.
Parece como si jamás hubiera llovido.
Acelero más tranquilo.
Se acabó teclear rodeado de juntaletras.
Mi período de prácticas ha concluido.
El pilotito naranja lleva encendido cincuenta kilómetros.
Me desvío a la altura de Saelices.
Sin demasiada convicción.
La carretera se retuerce hacia la negrura.
Paso junto a una tétrica gasolinera fantasma.
Maldigo mi imprudencia.
Acciono el seguro de las puertas, sin darme cuenta.
Al cabo, llego al pueblo.
A mano derecha, veo luz en una casa.
Aparco junto a la puerta, bajo del coche y me asomo por la ventana.
En la modesta salita hay una niña viendo la televisión.
Toc, toc, en el cristal.
La pequeña me mira sin atisbo de temor.
'¿Están tus papás?'.
Ella niega, haciendo oscilar sus coletas.
'Están en casa', dulce vocecilla.
Pongo cara de no comprender.
'Entonces, ¿tú no vives aquí?'.
'No. Yo vivo en Valencia, pero he venido a pasar unos días con mi abuela'.
Sonrío, intentando parecer inofensivo.
'¿Puedes decirle que venga un momento?'.
La abuela es tartamuda y adorable.
Tiene a su nieta cogidita de la mano.
Me explica que he de atravesar el pueblo para encontrar a la gasolinera que busco.
Les doy un millón de gracias y vuelvo al coche.
Anciana y niña se quedan sobre el felpudo, sonriendo, agitando la mano.
De vuelta a la A-3, vislumbro hasta cinco animales muertos en mitad la calzada.
Tengo que dar algunos bandazos para esquivarlos.
Por suerte, Juan Claudio Cifuentes ameniza mi transitar y me mantiene despierto.
Que el Hombre del Espacio lo bendiga.
En la línea de meta aguarda papá,
con cerveza fresquita y algo de picar.