El jefe jefazo tiene cara de mala hostia.
Lleva el pelo de oreja a oreja, como lamido por un choto.
Camisa azul, por dentro del pantalón, como sujeción para su barriga colgandera.
Es aficionado a las broncas, a los improperios, a ver despegar de sus labios múltiples proyectiles salivosos.
¡Qué vigor!
¡Qué poderío!
¡Qué derroche!
Forma orgullosa parte del Opus Dei.
Sale de su despacho, todas las mañanas, para asistir a misa.
O irse de putas, que las malas lenguas, ya se sabe.
Aunque en su periódico, ni una tía ligera de ropa.
> La ley no escrita, la decencia, el no-morbo.
Eso sí, los niños masacrados por bombas sirias o americanas siempre tendrán cabida en nuestro sitio web.
> Las visitas, las visitas, las visitas.
Cosas de la comunicación de masas.
El jefe jefazo es un visionario, un auténtico emprendedor, un orgullo para la clase periodística de nuestro (vuestro) país.
No entiendo por qué el noventa y cinco por ciento de sus empleados disfrutaría golpeándolo hasta la muerte.