Te dicen que abras un blog. Que pienses en el lector medio. Que te asocies con una editorial online. Que compres el servicio de maquetación y de diseño de cubierta. Que spamees a tus contactos del Facebook. Que se lo cuentes al vecino. Que mandes reseñas a los periódicos locales. Que te creas mejor de lo que eres. Etcétera.
Cuando lo único cierto es que la promoción resulta fundamental. Que si no te conocen, no existes. Que la gente quiere literatura masticada. Que escribes como el culo. Que sólo piensas en la fama. Que cualquiera puede publicarse un libro (¡esta es la prueba!). Que la única escritura decente es la que brota como pus. Y que, probablemente, te falta voluntad para averiguar de qué narices estoy hablando.
La chusta humea a pocos metros, junto a la mierda fresca de un perro-patada. A. debe de estar al caer. Nos recogerá en un C4 rojo con corazones pintados en los empañados cristales. Ya habrá dejado a su satisfecha novia en casa. (Más me vale).
Los recuerdos atribulan, aunque no sólo. Los dolorosos cuesta sacárselos de la cabeza. Con tiempo y esfuerzo pueden sepultarse, malamente, pero siempre hay algo que los hace aflorar. Y desgarran muchas facetas, muy adentro. Los felices son aún peores.
Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
Despierto aturdido entre sábanas sudadas. Las siestas de más de dos horas te vapulean así. Ella ronca débilmente a mi espalda. Sus largos brazos me rodean.