La duda, de Álvaro Sarró | Poema

    Poema en español
    La duda

    En nuestro día a día es imposible captarlo; salvo, quizás, cuando estás embebido en el torbellino de tu imaginación. (Especialmente, si el reloj de la mesilla marca las dos y cuarenta y tres de la madrugada).
    Encerrado, en la habitación asfixiante.
    A la deriva, en el océano profundo.
    Colgado, en la arboleda violeta.
    También pienso en los conductores de esos vehículos que, de vez en cuando, me devuelven a la esfera de lo real.
    Imagino sus vidas.
    ¿Qué harán despiertos a estas horas? ¿Saldrán del trabajo? ¿Empezarán turno? Quizá algún familiar haya enfermado repentinamente y corran a verlo a Urgencias. O, si no, serán los maridos adúlteros que aceleran escapando de la cárcel de su rutina. Sus amantes aguardan ocultas bajo el manto de una ciudad sin estrellas: demasiadas farolas, demasiado humo.
    Sin embargo, al cabo, me canso de imaginar estas cosas.
    Froto mis ojos y me desperezo.
    Regreso al manuscrito.
    Algo me impide avanzar.
    Tiemblo.
    ...
    Y entonces me doy cuenta.
    ...
    Lleva ahí todo el rato, y no la había visto. (Para abstraerte de lo que te rodea, nada mejor que mirar por la ventana a altas horas).
    Ahora sé que no soy el único despierto en este cuarto.
    Ella es translúcida, suave, preciosa. Se recuesta grácilmente sobre mi escritorio y, desde allí, me contempla con esa mirada suya, tan cargada de una perpetua melancolía. Sus dedos son fríos y delicados, y sujetan mi mano con una fuerza imposible de creer.
    El bolígrafo ha dejado de bailar sobre el papel. La tinta ya no mana a borbotones; tal vez nunca lo haya hecho.
    Durante un fugaz instante, todo permanece inmóvil.
    La Duda sigue observándome.
    Entonces, me retuerzo, intento luchar, seguir escribiendo. No he de mirarla. Tengo que olvidar que está aquí, a mi lado, impidiendo que las palabras fluyan con coherencia. Sus nudillos atenazan los míos. El bolígrafo se astilla a causa de la presión.
    La batalla es silenciosa y desigual. Su frío me traspasa. No tardo en darme por vencido. Exhausto, musito un “por favor” roto.
    —¿Cuándo has vuelto a creer en ti, oh Poeta?
    Su voz es un arrullo capaz de pudrirte las entrañas.
    —Sólo intento expresarme.
    —¿De verdad te supones poseedor de un raro talento? ¿Consideras que a alguien le puede interesar lo que escribes? —suspira, con gesto abatido.
    Pretende avasallarme.
    Hacerme retroceder.
    Trago saliva con dificultad.
    —Te conozco. Eres un reflejo de la sociedad que se me ha asignado; y, como tal, debes mostrarte escéptica ante cualquier manifestación emotiva. No te culpo: forma parte de tu naturaleza. Y no; de nuevo. No tengo ningún talento especial para la escritura; ni tampoco considero que exista nadie, en su sano juicio, al que puedan interesarle mis historias.
    Una leve sonrisa aflora en sus labios.
    Afloja la presa.
    Quiere intervenir.
    Se lo impido.
    —Pero voy a seguir adelante. Se lo prometí alguien que te conoce y te derrotó tiempo atrás. Él creyó en mí. Y con que una persona me considere capaz de vencer a La Duda y rellenar hojas y hojas con mi infame letra, con que una lo haga, me basta. Mira, esta libreta azul es un regalo suyo. La acabo de estrenar.
    No ha sonado muy convincente.
    La Duda me examina sin comprender.
    —Así pues, tengo que pedirte que te vayas. Déjame solo, que es como prefiero estar. Tal vez dentro de unas semanas regreses victoriosa y me sonrías con desdén, como a ti te gusta. Como has hecho tantas veces hasta ahora... Sí, es posible; pero antes de rendirme, voy a intentarlo.
    Una gota color perla nace de su lagrimal, discurre entre los pechos desnudos y muere en el interior de su ombligo.
    —¿Quieres que me marche?
    Ahora quien tirita es ella.
    Vedijas de vaho anhelante brotan de sus labios de escarcha.
    ¡Rugiría por encima de los motores, los ermitaños, los náufragos y los ahorcados!
    ¡Qué perfidia la suya!
    ¡Qué belleza!
    ¡Qué delirio!
    Maldigo las noches en vela que me ha regalado, a lo largo de mi patética existencia.
    Con gusto aplastaría esos crueles sarcasmos contra el germen de sus besos.
    Un glorioso estallido de gélidas escamas.
    ...
    Suelto el bolígrafo y sostengo su mano entre las mías.
    —Por favor...
    Y no hay rencor en mi susurro.