Un atónito búho de conchas me espía desde detrás de la catedral de Palma, en la estantería azul.
La llama de una vela se menea ante los rostros de la Virgen y Jesucristo.
Un angelillo toca el laúd, bien cerca.
Flores de plástico barnizadas, un reloj de pared torcido, mariposas alfileteadas, una máquina de coser Alfa, libros, cuadros holandeses y un tablero reversible, de parchís y la oca.
La tía Conchi y yo sonreímos enmarcados como universitarios de éxito.
También mis abuelos sonríen como universitarios enmarcados.
Aunque acabaran de ser casados en blanco y negro.
Estudio sus rostros impresos y llego a la conclusión de que tuvieron motivos para sonreír.
Llaman al teléfono.
La abuela corre a contestar y deja fluir el aroma a ajo frito, desde la sartén, escaleras arriba.
De fondo se escucha el girar de la lavadora, fuera, en la caseta del patio.
Los sofás, forrados de azul rugoso; los cojines, de amarillo cuadriculado.
La parte inferior de la ventana luce una franja de aire condensado.
Antes olvidé mencionar la caja de botones de chapa verde, con dibujos chinos: un puente, un vestido rojo, una sombrilla, unos almendros en flor...
Me hundo en el sofá.
Me deslizo.
A este paso, voy a terminar sentado sobre los omóplatos.
Miro la pila de rosarios colgados junto a nuestro treintañero salvador.
Hago esfuerzos por retener cada detalle de esta sala.
En la cocina, mi abuela se suena los mocos y habla consigo en voz baja.
No quiero olvidar este sitio.
El calor de las baldosas de acuarela gris.
La cortina enrollada en el tendedero.
El zumbido de la nevera.
Algún día nada de esto quedará.
O no quedará nadie para contemplar todo esto.
Por eso no me muevo, apenas respiro.
El monótono segundero no da tregua.
Nunca he sido tan viejo.
Nunca ha faltado menos para que todo concluya.