Dicen que anhelamos lo que no tenemos. Que, cuando lo conseguimos, perdemos el interés. El deseo se desvanece.
Yo sólo anhelo un minuto más. Y cuando lo obtenga, supongo que desearé otro. Y luego otro. Y otro. Hasta que no tenga fuerzas ni para desear. O hasta que me apuñalen, o me pase por encima un 4x4.
«Me vi rodeado por una multitud enfervorecida. Los jóvenes se rasgaban las camisetas y gemían. El hielo en sus vasos, el viento en sus gargantas. Se revolcaban sobre una capa de basura de cinco dedos de espesor. Alguien había defecado en las duchas.
La chica de la larga cabellera de rizos tostados solía pasearse por las faldas del Montdúver. Ojos de pantera brillaban tras las chispeantes y kilométricas pestañas.
Los restos del desayuno acampan sobre el mantel. Ella ha tenido un apretón. Escucho cómo canta una de esas estúpidas canciones de la radio. Su voz ondea desde el cuarto de baño. Y tiene una voz preciosa. Yo juego al Angry Birds con su teléfono.
Pongo el índice sobre el detector. Pita. Se lo piensa. Pita de nuevo. 'Acceso correcto'. Soy el número treinta y cuatro. Entro en la habitación. En su interior, quince personas a las que únicamente conozco de vista. Teclean, se aburren.
Vuelvo a casa en Metro. Junto a mí, viaja una pareja de jovenzuelos. Ella no para de rajar. Él le besuquea la cara, cada poco tiempo. (Chuic chuic chuic), babosos y chascosos.