La yaya quería agasajar a sus invitados. Así que el yayo tuvo que hacerlo. Era un capón (gallo gigante) precioso. Las plumas negras, brillantes, el pico rojo, brillante, y los ojos de brillante fuego. Lo decapitó en la cocina. Con aquel descomunal cuchillo. La cabeza comenzó a brincar y rebrincar. La sangre se derramó en todas direcciones. Sobre las cortinas y el mantel, sobre las baldosas y el frigorífico, sobre el curso de relojero por fascículos.
Fue tal la impresión, que ninguno lo probó durante el banquete.
Mi yayo era un hombre bueno. '¿Por qué tengo que ser un criminal?', se lamentaba.
Me quedo frito sobre la colcha. Noche tras noche. Un calcetín cuelga del pie. El otro está en el suelo. La babilla empapa, paulatinamente, la almohada. El flexo sigue encendido. Mi madre suele decir que el día menos pensado saldré ardiendo.
Estoy tumbado en el sofá. Ella, sentada en su sillón. Nuestras manos, enlazadas. Y en la tele, María Teresa Campos, Ana Obregón, y todo el equipo. Ella recuerda sus tiempos de novia. Me pregunta por la mía. Sonrío, y le acaricio los nudillos.
Me recosté sobre la hierba. La boca de L. suspiraba enamorada junto a mi oreja. Manzanas y bocadillos de tortilla. Y pilas de besos. Observábamos a la niña oriental que regaba margaritas con el tapón de una botella de agua mineral.
Los cabrones avariciosos del pueblo han talado todos los chopos de la ribera. Ahora, el río fluye calvo a su paso por el municipio. Entre los lugareños se comenta que los mandatarios se han embolsado 100.000 euros con la acción.
A veces, estando solo en mi habitación, lloro de angustia. Procuro no hacer ruido, por lo que, generalmente, me cuesta respirar. Escribir no consigue aliviar este miedo a perder a los míos. Vivo atenazado por el temor de que cada instante compartido sea el último.