La yaya quería agasajar a sus invitados.
Así que el yayo tuvo que hacerlo.
Era un capón (gallo gigante) precioso.
Las plumas negras, brillantes,
el pico rojo, brillante,
y los ojos de brillante fuego.
Lo decapitó en la cocina.
Con aquel descomunal cuchillo.
La cabeza comenzó a brincar y rebrincar.
La sangre se derramó en todas direcciones.
Sobre las cortinas y el mantel,
sobre las baldosas y el frigorífico,
sobre el curso de relojero por fascículos.
Fue tal la impresión,
que ninguno lo probó durante el banquete.
Mi yayo era un hombre bueno.
'¿Por qué tengo que ser un criminal?', se lamentaba.
No volvió a matar un bicho.