Me quedo frito sobre la colcha. Noche tras noche. Un calcetín cuelga del pie. El otro está en el suelo. La babilla empapa, paulatinamente, la almohada. El flexo sigue encendido. Mi madre suele decir que el día menos pensado saldré ardiendo. Pero no puedo evitarlo. Los prologuistas de Cátedra son —por lo general— tan cultos como soporíferos. Genios de la hipnosis.
Un atónito búho de conchas me espía desde detrás de la catedral de Palma, en la estantería azul. La llama de una vela se menea ante los rostros de la Virgen y Jesucristo. Un angelillo toca el laúd, bien cerca.
Se hace el profundo. Se atusa la perilla. Se lía un cigarrillo y lo chupa. Aspira con los ojos entrecerrados. Como viendo algo más allá de la anodina tarde otoñal. Expulsa humo. Nos mira y nos escucha, condescendiente. 'Mediocres', parece pensar.
Si los académicos no aprecian mi prosa es por culpa de una ex novia que se quedó embarazada y nunca me confesó quién era el padre. Aunque, antes de largarse, me hizo una advertencia.