Me hubiera gustado escribir la continuación de la historia de la hiedra moribunda. De verdad. Pero ha sido reemplazada por una rolliza planta de Aloe Vera.
La fama es arrebato. Y se lleva todo por delante.
Sin embargo, los andamios siguen ahí. Y las nubes. Y los carteles luminosos. Y el smog.
Vaya palabrita guapa. Las cosas repugnantes deberían de tener un nombre más acorde a su condición. ¿No te parece?
Eres un inútil. No das un palo al agua. Eres un inútil. Lo único que haces es levantarte a la una. Eres un inútil. Lo único que haces es pasarte el santo día tirado en el sofá. ERES UN INÚTIL.
Me vacío con ojos borrosos. En el minúsculo cuarto de baño de hombres hay también una rubia despampanante. Treinta y pocos gloriosos años. Su pelo me roza la cara. 'Oye, estás tardando mucho, ¿no?'. Huele a cerveza, marihuana y sudor.
Las finas hiedras se marchitan en las macetas de mamá. Procuran medrar, expandirse, pero el clima no lo consiente. Así que se limitan a ver pasar los coches, los perros, las nubes, las avispas, los transeúntes, las horas, los días, asomadas al balcón.
Frente a mí, un níveo maniquí femenino. Peluca encarnada y vagina de látex. Quiere absorber mi semen. Nutrirse de mi semilla. Inflar sus tejidos y aportarles la vitalidad de mi esperma.
Masticamos embutidos burgaleses frente a la Torre de Londres. Mientras un par de gaviotas defecan sobre los inmortales leones. Y una miríada de japoneses inmoviliza el instante.
Vuelvo a casa en Metro. Junto a mí, viaja una pareja de jovenzuelos. Ella no para de rajar. Él le besuquea la cara, cada poco tiempo. (Chuic chuic chuic), babosos y chascosos.