Los sábados, de Ángel González | Poema

    Poema en español
    Los sábados

    Las prostitutas madrugan mucho 
    para estar dispuestas... 

    Elena despertó a las dos y cinco, 
    abrió despacio las contraventanas 
    y el sol de invierno hirió sus ojos 
    enrojecidos. Apoyada 
    la frente en el cristal, 
    miró a la calle: niños con bufandas, 
    perros. Tres curas 
    paseaban. 
    En ese mismo instante, 
    Dora comenzaba 
    a ponerse las medias. 
    Las ligas le dejaban 
    una marca en los muslos ateridos. 
    Al encender la radio -«Aída: 
    marcha nupcial»-, 
    recordaba palabras 
    -«Dora, Dorita, te amo»- 
    a la vez que intentaba 
    reconstruir el rostro de aquel hombre 
    que se fue ayer -es decir, hoy- de madrugada, 
    y leía distraída una moneda: 
    «Veinticinco pesetas.» «...por la gracia 
    de Dios.» 
            (Y por la cama) 
    Eran las tres y diez cuando Conchita 
    se estiraba 
    la piel de las mejillas 
    frente al espejo. Bostezó. Miraba 
    su propio rostro con indiferencia. 
    Localizó tres canas 
    en la raíz oscura de su pelo 
    amarillo. Abrió luego una caja 
    de crema rosa, cuyo contenido 
    extendió en torno a su nariz. Bostezaba, 
    y aprovechó aquel gesto 
    indefinible para 
    comprobar el estado 
    de una muela careada 
    allá en el fondo de sus fauces secas, 
    inofensivas, turbias, algo hepáticas. 

    Por otra parte, 
    también se preparaba 
    la ciudad. 
    El tren de las catorce treinta y nueve 
    alteró el ritmo de las calles. Miradas 
    vacilantes, ojos 
    confusos, planteaban 
    imprecisas preguntas 
    que las bocas no osaban 
    formular. 
    En los cafés, entraban 
    y salían los hombres, movidos 
    por algo parecido a una esperanza. 
    Se decía que aún era temprano. Pero 
    a las cuatro, Dora comenzaba 
    a quitarse las medias -las ligas 
    dejaban una marca 
    en sus muslos. 
    Lentas, solemnes, eclesiásticas, 
    volaban de las torres 
    palomas y campanas. 
    Mientras 
    se bajaba la falda, 
    Conchita vio su cuerpo 
    -y otra sombra vaga- 
    moverse en el espejo 
    de su alcoba. En las calles y plazas 
    palidecía la tarde de diciembre. Elena 
    cerró despacio las contraventanas.

    Ángel González, uno de los más destacados representantes de la llamada generación del medio siglo, ha publicado los siguientes libros de poemas: Áspero mundo (1956), Sin esperanza, con convencimiento (1961), Grado elemental (Premio Antonio Machado, 1962), Palabra sobre palabra (1965), Tratado de urbanismo (1967 y 1976), Breves acotaciones para una biografía (1971), Procedimientos narrativos (1972), Muestra de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan (1976, segunda edición aumentada y corregida, 1977), «Harsh World» and Other Poems (edición bilingüe, 1977), Prosemas o menos (1985), Deixis en fantasma (1992) y Otoños y otras luces (2001). Se le deben asimismo los libros ensayísticos Juan Ramón Jiménez (1973), El grupo poético de 1927 (1976), Gabriel Celaya (1977) y Antonio Machado (1979). En 1985 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, y en 1996 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. En este mismo año fue elegido miembro de la Real Academia Española, y tomó posesión al año siguiente. En 1968 apareció por primera vez en un solo volumen, bajo el título de Palabra sobre palabra, toda la poesía publicada hasta entonces por Ángel González, actualizada en posteriores ediciones (1972, 1977 y 2003).

    • La lágrima fue dicha. 

      Olvidemos 
      el llanto 
      y empecemos de nuevo, 
      con paciencia, 
      observando las cosas 
      hasta hallar la menuda diferencia 
      que las separa 
      de su entidad de ayer 
      y que define 
      el transcurso del tiempo y su eficacia. 

    • Ayer fue miércoles toda la mañana. 
      Por la tarde cambió: 
      se puso casi lunes, 
      la tristeza invadió los corazones 
      y hubo un claro 
      movimiento de pánico hacia los 
      tranvías 
      que llevan los bañistas hasta el río. 

    • Domingo, flor de luz, casi increíble 
      día. Bajas sobre la tierra 
      como un ángel inútil y dorado. 
      Besas 
      a las muchachas 
      de turbia cabellera, 
      vistes de azul marino 
      a los hombres que te aman, y dejas 
      en las manos del niño 
      un aro de madera 

    • Hace miles de años, 
      alguien, 
      un esclavo quizá, 
      descansando a la sombra de los árboles, 
      furtivamente, 
      en un lugar aislado 
      del fértil territorio 
      conquistado por su dueño el guerrero, 
      al contemplar los campos 
      regados por el río