Primera evocación, de Ángel González | Poema

    Poema en español
    Primera evocación

    Recuerdo 
    bien 
    a mi madre. 
    Tenía miedo del viento, 
    era pequeña 
    de estatura, 
    la asustaban los truenos, 
    y las guerras 
    siempre estaba temiéndolas 
    de lejos, 
    desde antes 
    de la última ruptura 
    del Tratado suscrito 
    por todos los ministros de asuntos exteriores. 

    Recuerdo 
    que yo no comprendía. 
    El viento se llevaba 
    silbando 
    las hojas de los árboles, 
    y era como un alegre barrendero 
    que dejaba las niñas 
    despeinadas y enteras, 
    con las piernas desnudas e inocentes. 

    Por otra parte, el trueno 
    tronaba demasiado, era imposible 
    soportar sin horror esa estridencia, 
    aunque jamás ocurría nada luego: 
    la lluvia se encargaba de borrar 
    el dibujo violento del relámpago 
    y el arco iris ponía 
    un bucólico fin a tanto estrépito. 

    Llegó también la guerra un mal verano. 
    Llegó después la paz, tras un invierno 
    todavía peor. Esa vez, sin embargo, 
    no devolvió lo arrebatado el viento. 
    Ni la lluvia 
    pudo borrar las huellas de la sangre. 
    Perdido para siempre lo perdido, 
    atrás quedó definitivamente 
    muerto lo que fue muerto. 

    Por eso (y por más cosas) 
    recuerdo muchas veces a mi madre: 

    cuando el viento 
    se adueña de las calles de la noche, 
    y golpea las puertas, y huye, y deja 
    un rastro de cristales y de ramas 
    rotas, que al alba 
    la ciudad muestra desolada y lívida; 

    cuando el rayo 
    hiende el aire, y crepita, 
    y cae en tierra, 
    trazando surcos de carbón y fuego, 
    erizando los lomos de los gatos 
    y trastocando el norte de las brújulas; 

    y, sobre todo, cuando 
    la guerra ha comenzado, 
    lejos —nos dicen— y pequeña 
    —no hay de qué preocuparse—, cubriendo 
    de cadáveres mínimos distantes territorios, 
    de crímenes lejanos, de huérfanos pequeños…

    Ángel González, uno de los más destacados representantes de la llamada generación del medio siglo, ha publicado los siguientes libros de poemas: Áspero mundo (1956), Sin esperanza, con convencimiento (1961), Grado elemental (Premio Antonio Machado, 1962), Palabra sobre palabra (1965), Tratado de urbanismo (1967 y 1976), Breves acotaciones para una biografía (1971), Procedimientos narrativos (1972), Muestra de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan (1976, segunda edición aumentada y corregida, 1977), «Harsh World» and Other Poems (edición bilingüe, 1977), Prosemas o menos (1985), Deixis en fantasma (1992) y Otoños y otras luces (2001). Se le deben asimismo los libros ensayísticos Juan Ramón Jiménez (1973), El grupo poético de 1927 (1976), Gabriel Celaya (1977) y Antonio Machado (1979). En 1985 obtuvo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, y en 1996 el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana. En este mismo año fue elegido miembro de la Real Academia Española, y tomó posesión al año siguiente. En 1968 apareció por primera vez en un solo volumen, bajo el título de Palabra sobre palabra, toda la poesía publicada hasta entonces por Ángel González, actualizada en posteriores ediciones (1972, 1977 y 2003).

    • La lágrima fue dicha. 

      Olvidemos 
      el llanto 
      y empecemos de nuevo, 
      con paciencia, 
      observando las cosas 
      hasta hallar la menuda diferencia 
      que las separa 
      de su entidad de ayer 
      y que define 
      el transcurso del tiempo y su eficacia. 

    • Ayer fue miércoles toda la mañana. 
      Por la tarde cambió: 
      se puso casi lunes, 
      la tristeza invadió los corazones 
      y hubo un claro 
      movimiento de pánico hacia los 
      tranvías 
      que llevan los bañistas hasta el río. 

    • Domingo, flor de luz, casi increíble 
      día. Bajas sobre la tierra 
      como un ángel inútil y dorado. 
      Besas 
      a las muchachas 
      de turbia cabellera, 
      vistes de azul marino 
      a los hombres que te aman, y dejas 
      en las manos del niño 
      un aro de madera 

    • Hace miles de años, 
      alguien, 
      un esclavo quizá, 
      descansando a la sombra de los árboles, 
      furtivamente, 
      en un lugar aislado 
      del fértil territorio 
      conquistado por su dueño el guerrero, 
      al contemplar los campos 
      regados por el río