Hasta un ciego podría adivinarlo:
la perfección reside en estas calles.
Los ruidos, los olores,
el timbre delicado
de las voces humanas, el júbilo
de los ladridos,
el rumor armonioso de los coches,
la discreta presencia de las lilas,
incluso
la templanza del aire que difunde su aroma,
revelan, sin más datos,
eso que la mirada
comprueba
en las palomas viandantes
(remisas a la hora
de abandonar las migas
de pan, pese a la terca
irrupción de pisadas o neumáticos),
en la actitud cortés de los jardines
particulares
(generosos no sólo
en la distribución de polen y fragancia,
sino también volcados en la entrega
del cuerpo mismo de las flores
que se ofrecen, abiertas y sumisas,
entre las verjas o sobre las tapias),
en las personas y sus atributos:
niños
(bicicletas y risas niqueladas),
militares
(de alta graduación, sin sable
ni escopeta, sólo
con artritismo y condecoraciones),
adolescentes
(de agradable formato, encuadernados
en piel de calidad insuperable)
doncellas
(del servicio doméstico
-se entiende-,
también bellas debajo de la cofia),
y otros seres adultos
(señoras de buen porte, caballeros
de excelentes modales,
carteros presurosos,
conductores corteses)...
Todo, en resumen, lo que ven los ojos
o escuchan, tocan, huelen los sentidos,
es síntoma, sin duda,
de la bondad, del orden, de la dicha
que ha de albergar un mundo tan perfecto.